ESQUILO (525 a. C. - 456 a. C.)

AGAMENÓN
PROMETEO ENCADENADO



AGAMENÓN
PERSONAJES:

Guardián
Coro de ancianos (de Argos)
Agamenón (rey de Argos, que regresa de la guerra de Troya)
Clitemnestra (esposa de Agamenón)
Casandra (prisionera que Agamenón trae como botín de guerra, profetiza el futuro)
Egisto (amante de Clitemnestra y primo de Agamenón)
Mensajero


La escena representa el palacio de los Atridas, en Argos. Delante hay varios altares y estatuas de los dioses. Es de noche y en la azotea del palacio hay un guardián.

GUARDIÁN. A los dioses solicito el fin de esta tarea, la vigilancia de un largo año en que tumbado, a manera de perro, en lo alto del palacio de los Atridas,  he llegado a conocer la asamblea de los astros nocturnos y los que traen a los hombres el invierno y el verano, poderosos luminares que brillan en el éter, con sus ocasos y salidas. Y ahora espero la señal de la antorcha, el resplandor del fuego que nos traiga desde Troya la noticia de su conquista: así lo manda un corazón esperanzado de mujer de varonil propósito. Pero, cuando tengo el lecho húmedo de rocío que me inquieta durante la noche, sin visita de sueños - pues el miedo, en vez de sueño, me acompaña y no me deja cerrar sólidamente los párpados de sueño- cuando, digo, quiero cantar o silbar y conseguir así con el canto un remedio contra el sueño, entonces lloro lamentando la desgracia de esta casa, no dirigida sabiamente como en el pasado. ¡Ojalá venga ahora una feliz liberación de estos trabajos, apareciendo en la noche el alegre mensaje de fuego!

(Se ve de pronto lucir, a lo lejos, la llama de un fuego.)

¡Oh salve, luminaria de la noche, que anuncias una luz diurna y la celebración de numerosas danzas en Argos, en gracia a este suceso!
¡Iú, iú! Estoy anunciando claramente a la esposa de Agamenón que se alce rápidamente de su lecho y eleve en la casa, con motivo de esta antorcha, un grito de alegría, si en verdad ha sido conquistada Ilión, como la hoguera proclama con su brillo. Y yo mismo bailaré el preludio, pues voy a mover mis fichas de acuerdo con la jugada de mis amos: tres veces seis me proporciona en suerte esta hoguera.
¡Ojalá que pueda, al volver el señor de este palacio, aguantar con mi mano la suya querida! Lo demás callo: un buey enorme pesa sobre mi lengua; pero el palacio mismo, si voz tuviera, hablaría con claridad. Pero yo, de grado, me explico para los que saben y me olvido del ignorante.

CORIFEO. Este es el décimo año desde que el gran aniversario de Príamo, el rey Menelao, y Agamenón, coyunda poderosa de Atridas, honrada por Zeus en un doble trono y cetro, sacaron de esta tierra una expedición argiva de mil naves.
Con fuerza, de su pecho gritaban la guerra, a manera de buitres que  en extremo dolor por sus polluelos revolotean por encima del nido, bogando con los remos de sus alas, tras perder el trabajo de empollar sus crías.
Pero alguien -quizá Apolo, o Pan, o Zeus-, oyendo en las alturas el graznido agudo de estas aves, vecinas de su reino, envía a los culpables una Erinis, tardía vengadora.
Así también el poderoso Zeus hospitalario manda contra Alejandro a los hijos de Atreo: y por culpa de una mujer de muchos hombres impone luchas numerosas y extenuantes -la rodilla hundida en el polvo y rota la lanza en combate preliminar- a dánaos y troyanos por igual.
Las cosas permanecen donde ahora están, pero se cumplirán en el tiempo marcado por el destino; ni con sacrificios que arden ni con libaciones de no quemadas ofrendas aplacarán la inflexible ira de los dioses.
Mas nosotros, incapaces por la carne vieja, excluidos de esta empresa, aquí permanecemos, guiando con el bastón nuestra fuerza de mitos. Porque  la joven médula que reina en los pechos es igual que la de un viejo y Ares no habita en ellos. ¿Y qué es un hombre en su extrema vejez, marchito ya su follaje? Anda sobre tres pies, y no más fuerte que un niño camina errante cual sueño aparecido en pleno día.
Pero tú, hija de Tindáreo, reina Clitemnestra, ¿qué sucede?, ¿qué noticias  hay? ¿Qué sabes? ¿En virtud de qué nuevas, enviando avisos por  todas partes, mandas hacer sacrificios?
De todos los dioses protectores de la ciudad -supremos, subterráneos, domésticos, placeros- los altares arden de ofrendas. Aquí y allá, larga hasta el cielo, sube la llama animada con los dulces estímulos, sin engaño, de un aceite puro, sacado del fondo del palacio.
Relátame de esto lo que puedas y debas; hazte médico de esta inquietud, que unas veces me llena de tristes pensamientos, y otras, a la vista de los sacrificios que haces brillar, una esperanza aleja de mi corazón la congoja insaciable, este sufrimiento que medestroza la vida.

CORO. Soy dueño de cantar el mando de feliz agüero de los caudillos de la expedición, pues mi vieja existencia por voluntad de los dioses todavía me inspira la persuasión, fuerza de los cantos. Diré cómo el poder de doble trono de los aqueos, autoridad concorde a la juventud helena, envía con lanza y mano vengadora un presagio impetuoso a la tierra téucrida: dos reyes de las aves contra dos reyes de las naves, una negra, otra blanca por la espaldas. Aparecieron cerca del palacio, del lado de la mano que blande la lanza, en lugares bien visibles, devorando una liebre madre, cargada con su preñez, frustrada en su última carrera.
Canta un himno lúgubre, lúgubre, pero que triunfe, al fin, lo mejor.
Y el sabio adivino del ejército, al ver a los valerosos Atridas dispares en carácter, en las aves devoradoras de la liebre, reconoció a los caudillos de la guerra y dijo así, interpretando el prodigio: «Con el tiempo, esta expedición conquistará la ciudad de Príamo, y una Moira aniquilará con violencia a todos, junto a la muralla, como ovejas numerosas de un rebaño, sólo que alguna

envidia de los dioses, anticipando el golpe, no ensombrezca cl gran bocado bélico forjado para Troya. Porque Artemis, la pura, por compasión está irritada contra los perros alados de su padre, que antes del parto inmolan con sus crías la liebre desgraciada, y aborrece el festín de las águilas.»
Canta un himno lúgubre, pero que triunfe, al fin, lo mejor.
«Ella la Hermosa, tan amiga de los tiernos cachorros de feroces leones y tan grata para los retoños deseosos, aún de la teta, de las fieras silvestres, pide que se cumplan los presagios de estos hechos y las visiones favorables y a la vez acusadoras de las aves. Pero yo invoco a Peán, el sanador, para que la diosa no proporcione a los dánaos una larga demora en el puerto, en las naves retenidas por vientos contrarios, provocando un nuevo sacrificio sin flautas ni festines, artífice familiar de discordias que no respeta ni al esposo.
Pues aguarda un terrible, traidor, infatigable intendente, el rencor memorioso que toma venganza de los hijos.»
Estos fueron los destinos fatales que, junto a los venturosos, sacados de las aves agoreras proclamó Calcante para la casa de los reyes. Y de acuerdo con ellos canta el himno lúgubre, lúgubre, pero que triunfe, al fin, lo mejor.
Zeus, quienquiera que sea, si quiere ser designado así, así te invoco. Nada puedo, pormás que todo lo pondero, comparar con Zeus, si es que en verdad hay que arrojar el peso vano de la cavilación.
El que antes era grande, rebosante de audacia, invencible, nadie habla de él, ya existió; y el que vino después, halló un vencedor. Mas, el hombre que con fervor hará resonar epinicios en honor de Zeus alcanzará la suprema sabiduría. Él condujo a los hombres al saber, estableciendo como ley: «el aprender sufriendo».
En vez del sueño destila el corazón un dolor por males pasados, y a los rebeldes llega incluso la sensatez. Sin duda un favor violento de los dioses sentados cabe el timón augusto.
De este modo cl caudillo superior de las naves aqueas, sin censurar al adivino, cedió a los vientos del destino adverso cuando por la calma y el ayuno el pueblo aqueo sufría detenido enfrente de Calcis, en medio de las agitadas aguas de Áulide.
Pues los vientos venían del Estrimón, trayendo funestos descansos, hambres, peligrosos anclajes, dispersión de hombres, ruina de naves y jarcias; y prolongando más la demora consumían con la tardanza la flor de los argivos. Y cuando el adivino, invocando a Artemis, anunció a los jefes otro remedio más penoso que la amarga tempestad, los Atridas golpeando la tierra con sus báculos no pudieron contener las lágrimas.
Y así el rey más anciano habló de esta forma: «Penoso es mi destino si desobedezco, pero penoso también si doy muerte a mi hija, orgullo de la casa, mancillando ante el altar mis manos paternas con arroyos de sangre virginal.
¿Cuál de las dos acciones está libre de males? ¿Cómo voy a dejar las naves, faltando a mi alianza? Porque si el sacrificio y la sangre virginal calman los vientos, es lícito desearlo apasionadamente. Sea para bien.»
Y después que su cuello fue uncido al yugo del destino, y sopló en su mente un viento contrario, impío, impuro, sacrílego, desde entonces cambió de opinión hasta resolver un acto de increíble audacia. Porque a los mortales enardece la mísera demencia, torpe consejera, causante de desgracias. Él, pues, se atrevió a hacerse verdugo de su hija, para ayudar a una guerra en venganza de una mujer, y como ofrenda propiciatoria por las naves. Las súplicas, los clamores  a

su padre, la edad virginal, en nada lo tuvieron los jefes deseosos de guerra. Después de la plegaria, al ver a la muchacha asida con toda su fuerza a los vestidos de su padre, ordenó éste a los siervos que, a manera de cabra, inclinando sucuello hacia adelante, la condujeran en vilo sobre el altar y ahogaran todo grito de maldición para la casa amordazando su hermosa boca con la violencia y la fuerza muda de un freno.
Hasta el suelo se desliza su túnica teñida de azafrán y de sus ojos lanzaba dardos lastimeros a cada sacrificador. Parece por su porte una imagen que quiere hablar, ella que tantas veces en los banquetes suntuosos de los Atridas había cantado y entonado amorosamente con voz pura y virginal, en la tercera libación, el feliz peán del padre querido.
Lo que después sucedió ni lo vi ni lo digo, pero las artes de Calcante no fueron vanas. Justicia otorga, a los que han sufrido, conocimiento; el futuro, cuando suceda, lo oirás. De momento déjalo correr, no llores antes de hora, pues claramente llegará con los rayos de la aurora. Y en adelante salgan tan bien las cosas como las desea la que, aquí presente, es el único baluarte que defiende la tierra de Apis.

(Sale Clitemnestra.)

CORIFEO. Vengo, Clitemnestra, a rendir homenaje a tu poder, pues es justo honrar a la esposa de un príncipe, cuando el trono carece de varón. Pero ya sea que sacrifiques por haber recibido alguna buena noticia, ya sea por gratas esperanzas, te escucharía con gusto; pero no me ofenderé si callas.

CLITEMNESTRA. Dulce mensajera, como dice el proverbio, sea la Aurora, hija de la madre Noche. Oirás una alegre noticia mayor que toda esperanza: los argivos han conquistado la ciudad de Príamo.

A

CORIFEO. ¿Qué dices? Tus palabras me han escapado de tan increíbles. CLITEMNESTRA. Troya es de los aqueos. ¿Hablo claramente?
CORIFEO. La alegría me inunda provocando mis lágrimas. CLITEMNESTRA. Sí, tus ojos revelan tus buenos sentimientos. CORIFEO. ¿Es digno de crédito? ¿Posees de ello alguna prueba? CLITEMNESTRA. La tengo, ¿cómo no?, si un dios no me ha engañado. CORIFEO. ¿Acaso honras a las crédulas visiones de los sueños?
CLITEMNESTRA. No podría aceptar la opinión de una mente dormida. CORIFEO. ¿O es un rumor sin alas el que te ha engordado?
CLITEMNESTRA. Te burlas de mi juicio como si fuera el de una niña.

CORIFEO. ¿Y desde cuándo ha sido destruida la ciudad?

CLITEMNESTRA. Te lo digo: en la noche que ha engendrado este día. CORIFEO. ¿Y qué mensajero podría llegar tan rápidamente?

CLITEMNESTRA. Hefesto, que desde el Ida ha enviado un fulgor brillante. Una lumbre enviaba aquí, otra lumbre por un correo de fuego: el Ida al monte Hermeo de Lemno; desde esta isla acoge la gran hoguera, la tercera,  la cumbre de Atos, consagrada a Zeus; saltando sobre el dorso del mar, la fuerza de la antorcha viajera, el pino ardiente, transmite alegre su brillo dorado, como un sol, a las cumbres del Macisto; éste, sin demora ni dejarse vencer por un sueño irreflexivo, no descuida su turno de mensajero: de lejos la luz de la lumbrera señala a los guardianes del Mesapio su paso por las corrientes del Euripo; ellos hacen brillar su respuesta y envían adelante el mensaje prendiendo fuego a un montón de brezo seco. Vigorosa y sin nunca apagarse, la llama corre de un salto la llanura del Asopo, a manera de luna brillante hasta las rocas del Citerón, y allí despierta otro relevo del fuego mensajero.  La guardia no se niega a la luz viajera quemando más que los precedentes. La luz se lanzó por encima de la laguna Gorgopis, y llegando al monte Egiplancto les ordena a no retrasar el servicio del fuego. Envían, prendiéndola con ímpetu pletórico, una gran barba de fuego, que resplandece a lo lejos hasta lanzarse al otro lado del promontorio que vigila el estrecho del Satánico. En cuanto llega al monte Araene busca la cumbre vecina de esta ciudad y, por fin, alcanza esta mansión de los Atridas una luz que no es sin parentesco con el fuego del Ida.
Tales son las órdenes dadas a mis lampadeforos, que se han cumplido por relevos sucesivos y vencen el primer corredor y el último. Esta es la prueba y la señal, te digo, que me envía mi esposo desde Troya.

CORIFEO. Después, señora, daré gracias a los dioses; pero yo quisiera oír del principio al fin lo que acabas de decir y sorprenderme de ello.

CLITEMNESTRA. Troya los aqueos poseen en este día. Creo que se alza de la ciudad un clamor inconfundible: si viertes vinagre y aceite en la misma vasija, podrás decir que se separan hostilmente. Así es posible oír, por separado, los gritos de vencidos y vencedores, siendo diversa su fortuna. Unos, caídos en tierra, abrazan los cadáveres de esposos y hermanos, y los niños, hijos de padres ya ancianos, gimen del fondo de unagargante esclava por la muerte de los seres más queridos. A otros, la noctívaga fatiga después de la batalla los aglomera, hambrientos, al banquete de lo que guarda la ciudad, sin orden alguno, sino según la suerte que ha tocado a cada uno. En las casas conquistadas de Troya viven ya, libres de las heladas y de los rocíos al raso.
¡Cuán felices dormirán toda la noche sin montar guardia!
Si ellos honran a los dioses, patronos de la tierra cautiva, y los templos de esos dioses, los conquistadores no serán a su vez conquistados. Pero que no se apodere de los soldados un deseo de saquear lo que no es lícito, vencidos por el deseo de lucro. Porque necesitan un regreso seguro a la patria, recorrer la vuelta de la doble carrera. Incluso si el ejército regresa sin ofensa contra los dioses, pudiera despertarse el dolor de los muertos, si es que no ocurre alguna inesperada desgracia. Tales cosas escuchas de mí, que soy una mujer; pero

que triunfe el bien de modo que se vea de manera clarísima. Pues prefiero este disfrute a muchos dones.

CORIFEO. Mujer, tú hablas con cordura como un varón sensato. Yo, después de escuchar de ti pruebas convincentes, me dispongo a invocar a los dioses. Porque nos han otorgado una gracia no indigna de nuestros trabajos.

CORO. ¡Oh soberano Zeus, oh noche amiga, conquistadora de grandes  glorias! Tú has lanzado sobre las torres de Troya una red que las cubre de modo que ni grande ni pequeño han podido evitar el fuerte cáncamo de la esclavitud de Ate que todo lo avasalla.
Yo adoro al gran Zeus hospitalario que ha realizado esta hazaña de tensar desde antiguo el arco contra Alejandro, a fin de que ni antes del blanco ni más allá de las estrellas fuera lanzada en vano la flecha.
De Zeus puede decirse que es el golpe: fácil es de rastrearlo. Actuó como  había decretado. Alguien ha dicho que los dioses no se dignan cuidarse del mortal que pisotea la gracia intangible, pero éste no es hombre piadoso. Pues a los hijos alcanza el castigo por acciones que no deben ser osadas, si alguien aspira a más de lo justo, si una casa desborda de opulencia excesiva. Sea sin peligro la riqueza, de modo que baste al hombre juicioso.
Porque no hay defensa para el hombre que, ahíto de riqueza, cocea contra el gran altar de la Justicia para destruirlo.
Le fuerza la funesta Persuasión, hija irresistible de Ate consejera. Todo  remedio es inútil. La culpa no se puede esconder, sino que brilla con fulgor siniestro. A manera de mala moneda ennegrecida por el uso y los golpes, así resulta al ser juzgado, pues se porta como un niño que persigue un pájaro que vuela, causando a su ciudad un dolor inmenso.
Ninguno de los dioses escucha su plegaria: aniquilan al varón injusto, culpable de estos crímenes.
Así sucedió con Paris que, entrando en la casa de los Atridas, afrentó la mesa hospitalaria con el rapto de una esposa.
Y ella, dejando a su pueblo choques tumultuosos de escudos, lanzas y  aprestos de naves, llevando en vez de dote la ruina para Ilión, atravesó con rapidez las puertas y se atrevió a hacer lo que no debía. Profundamente temían los adivinos del palacio diciendo:

«¡Oh casa, casa y príncipes! ¡Oh lecho y huellas de un esposo amante! Es posible ver el silencio humillante, irreprochable, sin olvido del marido abandonado. Por la nostalgia de la que está allende del Mar, un fantasma parecerá reinar en esta casa.»
El encanto de estatuas tan bellas es odioso al marido, en sus ojos vacíos se disipa del godo Afrodita.
En sueños se le aparecen dolorosas figuras que le traen una vana alegría. Vana, sí, porque cuando imagina ver lo deseable, se desliza fugitiva de sus manos la visión, recorriendo con sus alas los caminas del sueño. Tales son los dolores en el hogar de esta casa y ogros que superan a éstos. En godas  partes, en las moradas de cada uno de los que partieron juntos de la tierra helénica, se manifiesta una pena que destroza el corazón.
Muchas son, por cierto, las desgracias que hieren el alma.

Cada cual sabe el familiar que partió para la guerra; pero en lugar de hombres, sólo urnas y cenizas retornan a sus casas.
Ares, el cambista de cadáveres, coloca su balanza en medio de la lucha, y llenando fácilmente las urnas de cenizas humanas, envía desde Ilión a los amitos, carbonizado, un penoso polvo causa de amargas lágrimas. Y timen ensalzando ya a uno como «insigne en la batalla», ya a ogro como «caído gloriosamente en la matanza» por culpa de una mujer ajena. Tales murmuraciones se profieren quedamente y un resentimiento doloroso se esparce contra los Agridas vengadores.
En cambio, allí mismo, en torno a la muralla, ogros bizarros guerreros ocupan, sepultados, la tierra ilíaca. Peligroso es el rumor de los ciudadanos, lleno de ira: así se pata la deuda debida a maldición del pueblo. Mi ansiedad espera escuchar alto escondido en la noche, pues los dioses no dejan de vigilar a los homicidas. Y las negras Erinis, con el tiempo, hunden en las tinieblas, con trastorno infortunado de su vida, al que ha prosperado contra justicia, y cuando está entre los invisibles ya no tiene fuerza. Es riesgo grave la gloria excesiva, pues Zeus hiere con rayos certeros.
Yo prefiero una prosperidad sin envidia; ni sea un destructor de ciudades, ni, cautivo, vea mi vida sometida a ogros.
Por la ciudad se extiende una veloz noticia llevada por el fuego mensajero de tragas nuevas. ¿Quién sabe si es auténtica o si es un engaño de los dioses?
¿Quién es tan infantil o privado de razón que inflamado su corazón por un reciente mensaje de la llama, luego, si el caso es ogro, se amilane? Es propio del gobierno de una mujer expresar su contenido antes de que aparezca la realidad. Demasiado crédula se extiende rápidamente la  opinión  femenina; pero rápida también perece la nueva proclamada por mujer.

CORIFEO. Pronto sabremos si esas antorchas brillantes, los relevos de las hogueras y del fuego son verdaderos o si, como los sueños, esta alegre luz ha venido a engañar nuestros sentidos. Veo a un mensajero que viene de la ribera sombreado por las ramas del olivo. Este polvo sediento, hermano y vecino del lodo, me atestigua que no sin voz ni encendiendo la llama con leña del bosque te dará noticias con el humo del fuego, sino que hablando nos invitará a alegrarnos aún más. 0... me horroriza el relato contrario.
¡Ojalá que a la ventura que ya se ha mostrado se añada ogro acontecimiento favorable! Y si alguien hace votos para la ciudad en ogro sentido, que él mismo coja el fruto de la perversidad de su corazón.

(Llega un mensajero.)

MENSAJERO. ¡Oh suelo patrio de la tierra argiva! En este día del año décimo llego a ti, habiendo conseguido una esperanza después de muchas fallidas. Pues jamás pensaba que en esta tierra de Argos, al morir, iba a tener mi parte de queridísima sepultura. Salve, tierra, salve, luz del sol, y tú, Zeus, supremo soberano del país, y el señor Pitio, que ya no enviarán el arco más flechas contra nosotros: bastante tiempo, junto al Escamandro, nos fuiste hostil; pero ahora sé nuestro salvador y médico, señor Apolo. A los dioses que presiden el ágora, a todos os invoco, y a mi protector Hermes, mensajero querido, orgullode los mensajeros, y a los héroes que nos acompañaron: recibid de nuevo benévolos al ejército que queda todavía de la guerra. ¡Oh mansión de

los reyes, techos queridos, bancos augustos, estatuas brillantes de los dioses! Si alguna vez en otro tiempo, también ahora acoged dignamente con estos resplandecientes rostros al rey, después de tantos años. Pues viene nuestro  rey Agamenón, llevando para vosotros y para todos éstos una luz en plena noche. Recibidle de corazón, se lo merece, después que destruyó Troya, habiendo removido el suelo con el pico de Zeus el justiciero. Han desaparecido los altares y los templos de los dioses; la semilla de todo el país ha sido eliminada. Habiendo lanzado sobre Troya un pesado yugo, ha llegado el soberano Atrida, anciano afortunado.
De todos los hombres de ahora es el más digno de ser honrado: pues ni Paris ni la ciudad que comparte el castigo pueden jactarse que la hazaña sea mayor que la pena. Condenado por rapto y hurto, ha perdido la presa y ha segado de raíz su casa paterna y su país.
Doblemente los Priámidas han pagado sus culpas. CORIFEO. ¡Salve, mensajero del ejército de los aqueos!
MENSAJERO. Sí, estoy convencido; no negaré a los dioses mi muerte. CORIFEO. Estabais heridos del deseo por quienes os deseaban.
MENSAJERO. Quieres decir que esta tierra afloraba el ejército, que también le añoraba.

CORIFEO. Mucho ha llorado mi corazón enlutado. MENSAJERO. ¿De dónde procedía este amargo sufrimiento?
CORIFEO. Hace tiempo que el silencio es el único remedio de mis males. MENSAJERO. ¿Y cómo? Ausentes tus reyes, ¿temías a alguien?
CORIFEO. Tanto que ahora morir sería para mí, como para ti, una gran alegría.

MENSAJERO. Sí, porque las cosas han acabado bien. Pero todo lo que se prolonga puede decirse que tiene por un lado desenlaces felices y por otro motivos de reproche.
¿Quién, excepto los dioses, está libre por completo de dolores durante toda su existencia?
¡Si te contara nuestras fatigas, las malas noches a la intemperie, los pasamanos estrechos y los duros lechos de cubierta!
¿Qué parte del día pasábamos sin gemir ni lamentarnos?
Y luego, en tierra, todavía era peor nuestro enfado: los lechos estaban junto a los nuevos enemigos, y del cielo y de la tierra los rocíos de los prados nos empapaban, ruina continua de la ropa, llenando de insectos nuestro pelo. Y si  te hablara del invierno, matador de las aves -¡cuán intolerable nos lo hacía la nieve Idea!-; o del calor cuando el ponto cae dormido, sin olas en su lecho meridiano de bonanza.
¿Por qué padecer por estas cosas?

Pasaron los sufrimientos, pasaron en verdad; los muertos ya ni siquiera desean levantarse de nuevo.
¿Por qué hay que contar el número de los muertos y que los vivos sufran por la suerte adversa?
Yo juzgo digno alegrarse ahora por lo que ha sucedido. Para los que  quedamos del ejército argivo, vence la ganancia, y la pena no indina la  balanza. Así es que tenemos el derecho de jactamos al resplandor de este sol que vuela por encima del mar y de la tierra: «Conquistada Troya, el ejército argivo ha colgado para los dioses en los templos de Grecia este botín, antiguo  y digno ornamento.»
Los que oigan esto tienen que elogiar a la ciudad y a sus caudillos; y también será honrada la merced de Zeus que lo ha cumplido todo.
Tienes el mensaje completo.

CORIFEO. No niego que soy vencido por tus razones: los viejos con siempre jóvenes para aprender una buena lección. Pero a esta casa y a Clitemnestra principalmente conciernen como es natural estas nuevas, aunque a mí una parte de riqueza.

CLITEMNESTRA. He lanzado hace tiempo un grito de alegría, cuando llego el primer mensajero nocturno de fuego, anunciando la conquista y destrucción de Troya. Y alguien censurándome me dijo: «Convencida por estas señales de fuego, ¿crees que Troya ha sido ya destruida? Muy propio es de mujer dejar exaltar así el corazón...» Con tales razones me hacían pasar por loca. Con todo, hice sacrificios; y por mandato de esta mujer aquí y allí, a través de la ciudad, se lanzaban los gritos rituales invocando a los dioses en los templos y adormeciendo el devorante ardor de las llamas perfumadas.
Ahora, ¿por qué es preciso que me cuentes más cosas? Por el propio rey me enteraré de todo. Me apresuraré a recibir del mejor modo a mi amado esposo que regresa; pues, para una mujer, ¿qué día hay más dulce de ver que éste para abrir de par en par las puertas cuando un dios ha salvado al marido de la guerra? Comunícale a mi esposo: «Que venga cuanto antes a una ciudad querida. Encontrará, al llegar, que su esposa en su casa es fiel, tal como la dejo, perra guardiana, buena para él y feroz para sus enemigos, la misma en todo lo demás, que no ha roto ningún sello en un tiempo tan largo. El placer y las habladurías referentes a otro hombre, los ignoro tanto como el temple del bronce.»
Tal es mi jactancia, pero llena de verdad no es vergonzosa cuando la proclama una mujer noble.

(La reina entra en palacio.)

CORIFEO. La reina ha hablado, si tú lo comprendes, un lenguaje apropiado para los agudos intérpretes. Pero dime, mensajero, te pregunto por Menelao:
¿ha vuelto ya y, salvo, regresará de nuevo con nosotros, príncipe tan querido de esta tierra?

MENSAJERO. No podría relatar lo que es falso de una manera tan bella que aprovechara por mucho tiempo a los amigos.

CORIFEO. ¿Como podrías decir noticias verdaderas de suerte que fueran agradables? Separadas unas de otras no se ocultan fácilmente.

MENSAJERO. El rey ha desaparecido del ejército aqueo, y, con él, su navío. No miento.

CORIFEO. ¿Se embarco desde Ilión, a la vista de todos, o una tempestad, aflicción común, la arrebato al ejército?

MENSAJERO. Como hábil arquero has hecho diana: con pocas palabras has dicho un gran desastre.

CORIFEO. ¿Y le daban por vivo o por muerto las noticias de los otros navegantes?

MENSAJERO. Nadie lo sabe para poderlo anunciar exactamente, solo el sol que nutre de vida a la tierra.

CORIFEO. ¿Como dices que vino la tempestad sobre la flota por la ira de los dioses y como termino?

MENSAJERO. Un día propicio no conviene ensuciarlo con una lengua mensajera de desgracias: es aparte el honor debido a los dioses. Cuando un mensajero, con rostro triste, trae a una ciudad el abominable dolor de la derrota de su ejército -a la ciudad le ha alcanzado una herida común, mientras que muchos guerreros son sacados de sus casas por el doble látigo que ama Ares, calamidad de dos puntas, yugo sangriento-, cargado de tales desgracias debe ese mensajero entonar este peán a las Erinis. Pero llegando, feliz mensajero  de sucesos salvadores, a una ciudad alegre de dicha, ¿como mezclaré los bienes con los males, contando una tempestad que no puede haber  caído sobre los aqueos sin la ira de los dioses? Se conjuraron, siendo antes enemigos, fuego y mar y mostraron su alianza destruyendo la miserable  armada de los argivos. Durante la noche se alzaron males con olas crueles. Vientos de Tracia hacían chocar entre sí los navíos: corneándose con violencia entre el tifón tempestuoso y el turbión de lluvia que los azotaba, desaparecieron en el torbellino del cruel pastor. Y cuando se elevo la luz brillante del sol,  vemos al mar Egeo florecido de cadáveres de los aqueos y de restos de naves. A nosotros y a nuestra nave, con el casco indemne, alguien nos ; salvó ocultamente o rogó por nosotros un dios, no un hombre, cogiendo el timón. Fortuna salvadera se sentó de grado sobre la nave, de suerte que ni en el anclaje tuvimos la furia del oleaje ni encallamos en los escollos de la costa. Después, habiendo escapado de aquel Hades marino, durante el blanco día, sin fe en nuestra suerte, dábamos paso a nuestros pensamientos con un nuevo sufrimiento: arruinada la flota y cruelmente reducida a cenizas. Y ahora, si alguno de aquéllos está con vida, debe hablar de nosotros como muertos, ¿por qué no?, y nosotros pensamos que ellos sufren este mismo destino.
¡Que suceda lo mejor!
Pues confía que Menelao, el primero y antes que nadie, volverá. Al menos, si algún rayo de sol le descubre vivo viendo la luz, por los recursos de Zeus que aún no quiere extinguir su linaje, hay esperanza de que regrese algún día a   su

casa. Después que has escuchado este relato, sabe que te has enterado de la verdad.

(Sale el mensajero.)

CORO. ¿Quién sino alguien a quien no vemos y que en su presidencia de lo que está decretado rige con acierto su lengua, daba este nombre del todo verídico a la casada entre lanzas, rodeada de discordia, a Helena? Pues de acuerdo con su nombre, ha perdido a las naves, ha perdido a los hombres, ha perdido a las ciudades, cuando de entre cortinas suntuosas se hizo a la mar al soplo del céfiro poderoso, y tras ella numerosos cazadores armados de escudos que seguían la estela fugitiva de los remos, después que ellos habían desembarcado en las riberas frondosas del Simoente, llevados por una Eris sangrienta.
Una cólera de infalibles designios empujó una boda de nombre cierto para Ilión, exigiendo con el tiempo la paga por el ultraje perpetrado a la mesa y a Zeus, defensor del huésped, de aquellos que ruidosamente celebraban el canto en honor de los esposos, el himeneo que aquel día correspondía a los parientes entonar. Mas ahora, aprendiendo otro himno en lugar de éste, la vieja ciudad  de Príamo gimecon fuerza un canto de lamentos, llamando a Paris «el funesto desposado», y llora su vida llena de ruinas y de llanto, habiendo tenido que soportar la visión de la mísera sangre vertida de los ciudadanos.
Así un hombre crío en su casa un cachorro de león, privado de la  leche materna pero deseoso aún de mamar, manso en los inicios de su vida, amigo de los niños y alegría paralos mayores; muchas veces estaba en brazos, a manera de un bebé, mirando con ojos brillantes hacia la mano y moviendo la cola a impulso de las necesidades del vientre.
Pero, con el tiempo, reveló la naturaleza que había recibido de sus padres. Pues devolviendo el favor a los que lo criaron, se preparó espontáneamente un festín con ruinosa matanza de ovejas. La casa se inundó de sangre, dolor ineluctable para sus habitantes, azote de innumerables muertos. Por voluntad de un dios ha sido criado en la casa un sacrificador de destrucción.
De momento llegó a la ciudad de Ilión, pudiera yo decir, un espíritu de bonanza en ausencia de vientos, dulce ornamento de riqueza, tierno dardo de los ojos, flor del deseo que muerde los corazones. Pero ella, desviando su camino, cumplió un amargo fin de su boda: funesta donde vive, funesta compañera, se ha precipitado, por orden de Zeus
Hospitalario, sobre los Priámidas, Erinis luctuosa para las esposas.
Desde antaño existe entre los mortales una vieja sentencia: la felicidad  humana, cuando crece poderosamente, engendra hijos y no muere sin ellos, y de la excelsa fortuna brota para el linaje una miseria insaciable. Diferente de  los otros es mi opinión: pues es la acción impía que engendra muchas otras, semejantes a su raza; porque en las casas donde se asienta la justicia, el destino tiene siempre hijos hermosos.
Mientras que la insolencia, cuando es vieja, suele engendrar entre los malvados otra nueva, ahora o luego, cuando llega el día fijado del parto, y con ella una diosa invencible, irresistible, impía audacia de negra Ate para las casas, imagen de sus padres.
Justicia, con todo, luce en las moradas de techos ahumados y honra una vida pura.

Pero, apartando la vista de las mansiones doradas con suciedad de manos, las deja y se dirige hacia las piadosas, no honrando el poder de la riqueza y su falso sello de gloria. Y todo lo conduce a su término.
(Llega Agamenón, con Casandra, en un carro.)

CORIFEO. Oh mi rey, destructor de Troya, vástago de Atreo ¿cómo he de saludarte?
¿Cómo honrarte, sin excederme mi quedarme corto en el oportuno homenaje? Muchos son los mortales que honran la apariencia transgrediendo la justicia. Todos están prestos a llorar al desgraciado -pero la mordedura del dolor no alcanza nunca el hígado-, y fingiendo compartir una alegría fuerzan un semblante adusto. Pero al buen conocedor de su ganado no pueden escapar unas miradas que, pareciendo proceder de un corazón leal, le halagan con una amistad aguada. Cuando tú, entonces, a causa de Helena -no voy a ocultártelo- enviaste una expedición, formé de ti una imagen desagradable: incapaz de gobernar el timón del pensamiento, hiciste morir a muchos hombres para rescatar una audacia voluntaria. Mas, ahora, de lo profundo del corazón y como un verdadero amigo doy la bienvenida a los que han terminado bien la  empresa. Con el tiempo conocerás, si investigas, quién de los ciudadanos administra la ciudad justa o injustamente.

AGAMENON. Primeramente es justo saludar a Argos y a sus dioses, coautores de mi retorno y de la justicia que tomé contra la ciudad de Príamo. Los dioses, sin atender los argumentos de las partes, con decisión unánime sus votos homicidas, destrucción de Ilión, echaron en una urna sangrienta; pero a la contraria que quedó vacía, sólo se acercó la esperanza de una mano.  La ciudad conquistada humea visiblemente. Viven sólo las tempestades de Ate: muriendo con Troya la ceniza envía hacia el cielo grasientos vapores de riqueza. A los dioses hemos de pagar por todo esto una deuda inolvidable de gratitud, si en verdad hemos vengado cumplidamente el rapto y por una mujer una ciudad pereció bajo el monstruo argivo, cría de un caballo, tropa armada  de escudo, que se lanzó al ocultarse las Pléyades, y saltando por encima de  los muros, como carnicero león, lamió hasta saciarse de la sangre de príncipes. En honor de los dioses he alargado este preludio. En cuanto a los sentimientos que te he oído expresar, los recuerdo; yo digo lo mismo y me tienes a tu lado. Pocos de los hombres tienen la innata cualidad de honrar sin envidia al amigo afortunado. Un veneno malévolo invadiendo el corazón dobla el dolor del que posee esta enfermedad: se agobia con sus propias desgracias y gime al contemplar la dicha ajena. Por experiencia puedo decir -pues conozco bien el espejo del trato humano- que aquellos que parecían serme muy adictos resultaron la imagen de una sombra. Sólo Ulises, que embarcó contra su voluntad, una vez uncido fue para mí valeroso caballo de tirante; te lo digo ya esté muerto, ya vivo.
En cuanto a lo demás que atañe a la ciudad y a los dioses, abriendo públicos debates en la asamblea, lo trataremos. Hay que buscar la manera de que dure mucho tiempo lo que esté bien; y si alguno precisa remedios curativos, quemando o cortando prudentemente, intentaremos alejar el azote de la enfermedad.

Ahora, entrando en el palacio y en mi hogar, saludaré en primer lugar a los dioses, que después de haberme enviado lejos me trajeron otra vez. ¡Que la Victoria, puesto que me ha seguido, permanezca aquí por siempre! (Clitemnestra sale del palacio junto a sus esclavas, que portan telas y tejidos preciosos.)
CLITEMNESTRA. Ciudadanos, veneración de los argivos, no voy a avergonzarme de expresar delante de vosotros mi amor por mi marido: con el tiempo desaparece la timidez en las personas. Sin haberlo aprendido de otros, os contaré mi propia vida agobiante durante el tiempo en que este hombre estuvo al frente de Ilión. En primer lugar, es un mal terrible para una mujer quedarse sola en casa, lejos de su esposo; y luego, venga uno y otro a llevar noticias cada vez peores, gritando males para la casa.
Y si este varón hubiera recibido tantas heridas como el rumor traía a la casa, bien se puede decir que estaría más agujereado que una red. Y si estuviera muerto tantas veces como contaban los relatos, podría jactarse, Gerión segundo, de haber tenido tres cuerpos y de haber recibido una triple carga de tierra, ? muriendo una vez con cada una de estas tres formas. Por  esos rumores tan malignos, otras personas soltaron violentamente muchos lazos que, colgando del techo, aprisionaban ya mi cuello.
Por estas causas no está junto a mí, como debería, tu hijo garantía de nuestra fe, Orestes. No te extrañes: le cría un huésped amigo, Estrofo el focense, que me anunciaba penas dobles: tu peligro al pie de Ilión, y que un motín popular derribara el Consejo, ya que es innato a los hombres cocear al ' caído. En un alegato como éste no hay engaño.
En cuanto a mí, se me han secado las fuentes copiosas de las lágrimas; no queda ni una gota. Con las largas vigilias mis ojos están enfermos de llorar esperando las llamas anunciadoras de tu vuelta, que siempre eran retrasadas. Y durante mis sueños, era despertada por los vuelos ligeros de un mosquito zumbador, después de ver más desgracias sobre ti que tiempo duraba  el sueño.
Ahora, tras tanto dolor, con el corazón libre de angustia, bien puedo llamar a este hombre perro guardián de la casa, cable salvador de la nave, firme columna del elevado techo, hijo unigénito de un padre, tierra aparecida a los navegantes contra toda esperanza, día bellísimo de ver después de la  tormenta, chorro de fuente para el sediento caminante. Es dulce escapar de toda necesidad: de tales saludos le juzgo digno. ¡Que se aleje la envidia: muchas son las desgracias que hemos sufrido ya antes! Y ahora, querido, desciende de este carro sin poner en el suelo tu pie, oh señor, destructor de Troya. ¿Qué esperáis, esclavas, a quienes se ha mandado cubrir con una alfombra el suelo de su carrera? Que el camino sea al punto cubierto de púrpura para que la justicia le conduzca a una mansión no esperada.  Lo demás, mi cuidado, no vencido del sueño, lo cumplirá justamente con ayuda de los dioses, de acuerdo con lo fijado por el destino.

AGAMENÓN. Hija de Leda, guardián de mi casa, has hablado de manera semejante a mi ausencia, pues te has extendido largamente. Pero alabarme dignamente es un homenaje que ha de venir de otros. Por lo demás, no me mimes a manera de mujer, ni como si fuera un bárbaro me acojas, postrada, con clamores, ni extendiendo alfombras hagas envidioso mi camino. A los dioses hay que honrar así; pero, siendo yo mortal, no puedo caminar sin  miedo

en medio de bordadas maravillas. Digo que me honres como a un hombre, no como a un dios. Sin alfombras ni bordados también mi fama grita, y el no ser insensato es el mayor regalo del los dioses. Feliz se ha de llamar sólo al que ha terminado la vida en grato bienestar. Te lo dije, yo no podría hacer confiadamente lo que desea.
CLITEMNESTRA. Ahora, respóndeme a esto con entera franqueza. AGAMENÓN. Ten por cierto que no falsearé mi pensamiento.
CLITEMNESTRA. En un momento de temor, ¿habrías prometido a los dioses obrar así?

AGAMENÓN. Sí, si alguien bien entendido me hubiera manifestado este deber.

CLITEMNESTRA. ¿Qué crees que hubiera hecho Príamo si hubiera logrado esta victoria?

AGAMENÓN. Me parece de cierto que habría pisado tejidos bordados. CLITEMNESTRA. Así pues, no temas a las censuras humanas.
AGAMENON. Con todo, la opinión del pueblo tiene gran fuerza. CLITEMNESTRA. El que no es envidiado no es digno de envidia. AGAMENÓN. Ni es propio de mujer desear pendencias.
CLITEMNESTRA. A los afortunados también conviene el dejarse vencer. AGAMENON. ¿Tú en tanto estimas la victoria en esta disputa?
CLITEMNESTRA. Créeme y concédeme voluntariamente la victoria.

jAGAMENÓN. Pues bien, si así lo deseas, que me desaten al punto las sandalias, calzado esclavo de mi pie, y que al pisar esta púrpura ninguno de los dioses alce contra mí desde lejos una mirada envidiosa. Es una gran  vergüenza arruinar la casa destrozando con los pies un tesoro de tejidos pagados en plata. Pero basta de esto. A la extranjera, acógela con bondad: la divinidad mira con ojos complacida al que gobierna con dulzura.
Nadie con gusto lleva el yugo de esclavo. Y esta mujer que me acompaña es flor escogida entre muchas riquezas, regalo del ejército. Y puesto que me he sometido a obedecerte en esto, voy a entrar en las salas del palacio pisando púrpura.

CLITEMNESTRA. Existe el mar -¿quién podrá agotarlo?- que nutre el jugo de  la abundante púrpura, preciado cual la plata, siempre renovado, tinte de los tejidos. La casa, gracias a los dioses, tiene de todo esto, señor: no conoce el palacio la pobreza. Habría ofrecido en mis votos el hollar de muchos tapices, si los oráculos lo hubieran ordenado a esta casa cuando buscaba yo la manera  de rescatar tu vida. Porque mientras la raíz vive, el follaje llega a la casa,

extendiendo su sombra que protege del perro Sirio. Así, cuando tú has regresado al hogar del palacio, el calor anuncia su llegada en medio del invierno; y cuando Zeus hace vino de la uva ácida, entonces hay en la casa un soplo fresco, si un varón cumplido retorna a palacio. ¡Oh Zeus, Zeus que todo lo cumples, cumple mis deseos, y toma interés en aquello que vayas a cumplir! (Clitemnestra entra en palacio.)

CORO. ¿Porqué este temor se cierne pertinaz en mi corazón y vaticina graciosa y espontáneamente? ¿Por qué no puedo escupir a la manera de los sueños oscuros y un valor persuasivo no se sienta en el trono de mi mente? El tiempo ya pasó desde que las amarras fueron arrojadas a las orillas arenosas, cuando el ejército naval llegó a Troya.
Me he enterado de su regreso por mis ojos, testigo soy; sin embargo, mi corazón, desde dentro, sin lira, autodidacto, entona el canto fúnebre propio de la Erinis, y ya no poseo el querido valor de la esperanza. Pero mis entrañas no se equivocan: mi corazón en el vaticinio de mi mente gira y gira con movimientos que se cumplen. Solicito a los dioses que tales cosas caigan de  mi esperanza, como mentiras, al lugar donde no se realicen.
Sí, en verdad, el límite de la excelente salud es insaciable, pues la enfermedad, cual vecino medianero, se le echa encima y un próspero destino humano choca en invisible escollo. Si al menos, con honda moderada, el miedo ha arrojado una parte de la riquezaadquirida, la casa no se hunde por completo a pesar de la carga excesiva de opulencia y el navío no se precipita al fondo del mar. Un gran don de Zeus, abundante y nacido de los surcos de las cosechas anuales, aleja la plaga del hambre.
Mas la negra sangre de un hombre, una vez vertida al suelo, ¿quién podría devolverla a la vida con encantos? Al que sabía la recta manera de hacer  volver de entre los muertos, ¿no le detuvo Zeus para nuestro bien? Pero si un destino establecido por los dioses no impidiera al propio llevarse más de lo debido, mi corazón, adelantándose a la lengua, revelaría estas cosas; pero ahora brama en las tinieblas, con ánimo afligido, sin esperanza de que se cumpla oportunamente ningún propósito, mientras ardiente viva mi pecho.

(Clitemnestra sale del palacio.)

CLITEMNESTRA. Entra en palacio también tú, Casandra, a ti lo digo. Ya que Zeus, benévolamente, te ha hecho partícipe de las libaciones en el palacio -de pie entre numerosos esclavos junto a su altar-, baja de ese carro y no seas soberbia. También el hijo de Alcmena dicen, fue vendido y se resignó a la vida de la hogaza servil. Pero si la necesidad inclina la balanza en este sentido, es una gran suerte hallar unos señores ricos de antiguo. Pero, los que sin esperarlo recogieron una hermosa cosecha, son siempre crueles y rigurosos con los esclavos. Tú has oído ya nuestras costumbres.

CORIFEO. (A Casandra.) A ti acaba de hablarte claramente. Puesto que estás dentro de una red fatal, obedece si estás dispuesta a hacerlo; pero quizá no lo hagas.

CLITEMNESTRA. Si no posee, cual golondrina, una lengua bárbara desconocida, intentaré persuadirla con palabras que lleguen a su mente.

CORIFEO. Síguela. Te dice lo mejor en este caso. Obedece, deja el asiento de este carro.

CLITEMNESTRA. No tengo tiempo que perder ante la puerta; porque en el hogar interior del palacio las ovejas están ya dispuestas para el sacrificio. Tú, si vas a hacer algo de lo que te digo, no te demores. Pero si, incapaz de comprenderme, no aceptas mis palabras, en vez de con tu voz, explícate con tu mano bárbara.

CORIFEO. La extranjera parece que necesita un intérprete lúcido. Sus modales son los de una fiera acabada de coger.

CLITEMNESTRA. Está loca sin duda y sólo escucha sus locos consejos: una mujer que llega abandonando una ciudad conquistada y no sabe soportar el freno antes de echarfuera la cólera en una sangrante espuma. Ya no me rebajaré profiriendo más palabras.

(Clitemnestra entra en palacio.)

CORIFEO. Ya que, como me apiado de ella, no me alteraré. Ve, desgraciada, dejando este carro; cede al destino, estrena el yugo.

(Calandra, que hasta el momento callaba, empieza a gritar.) CASANDRA. ¡Ay, ay, ay, horror! ¡Apolo, Apolo!
CORIFEO. ¿Por qué estos ayes sobre Loxias? Pues este dios nada tiene que ver con los lamentos.

CASANDRA. ¡Ay, ay, ay, horror! ¡Apolo, Apolo!

CORIFEO. De nuevo tu triste lamento vuelve a invocar al dios a quien no conviene un lugar en los gemidos.

CASANDRA. ¡Apolo, Apolo, dios de los caminos, Apolo mío! Me has perdido sin remedio por segunda vez.

CORIFEO. Parece que va a vaticinar sus propios males. La inspiración divina permanece en su mente, aunque de esclava.

CASANDRA. ¡Apolo, Apolo, dios de los caminos, Apolo mío! ¿Adónde, adónde me has traído? ¿A qué mansión?

CORIFEO. A la de los Atridas: si tú no lo sabes, yo te lo digo; y tú no podrás decir que es mentira.

CASANDRA. ¡Ah! Casa odiosa a los dioses, testigo de muchos  crímenes dentro de la familia, de desmembramientos; un matadero de gente, un suelo empapado en sangre.

CORIFEO. La extranjera, creo, tiene buen olfato, como una perra; sigue la pista de muerte de personas, cuya sangre va a descubrir.
CASANDRA. ¡Ah! Creo en estos testimonios: esos niños que lloran su  degüello, esas carnes asadas devoradas por un padre.

CORIFEO. Conocíamos tu fama de adivina; pero no buscamos profetas.

CASANDRA. ¡Oh dioses! ¿Qué se prepara? ¿Qué es este nuevo y gran dolor? Un gran mal se trama en esta casa, insoportable para los amigos, incurable, y el socorro está lejos.

CORIFEO. No entiendo estos vaticinios; pero lo demás lo comprendo; toda la ciudadlo proclama.

CASANDRA. ¡Oh miserable! ¿Vas a terminar esta acción? Al esposo que comparte tu lecho, después de haberlo lavado en el baño... ¿cómo diré el final? Pues esto será rápido: extiende mano tras mano deseosa de alcanzarlo.

CORIFEO. Todavía no entiendo; ahora estoy desconcertado por tus oscuros oráculos, con sus enigmas.

CASANDRA. ¡Eh, eh, oh, oh! ¿Qué es esto que aparece? ¿Es una red de Hades? No,
más bien la red es su propia esposa, la cómplice del crimen. Que la Discordia, insaciable a la familia, lance un grito de triunfo sobre sacrificio abominable.

CORO. ¿A qué Erinis exhortas a gritar sobre el palacio? Tus palabras no me alegran.
Corre a mi corazón una gota de tinte amarillo, semejante a la que llega al caído por la lanza con los rayos del ocaso de su vida, mientras la desgracia rápida se acerca.

CASANDRA. ¡Ah, ah! ¡Ahí, ahí! Aparta el toro de la vaca. Entre vestidos la ha cogido, con un artificio de cuernos negros la hiere y cae en la bañera llena. Te cuento el suceso de un recipiente de sangrienta traición.

CORO. No me jactaría de ser un experto conocedor de oráculos, pero estas palabras las comparo a algo infausto. ¿Qué noticia buena sale nunca de los presagios para los mortales? Por medio de desgracias las artes parleras de los profetas dan a entender el error.

CASANDRA. ¡Ay, ay, desgraciada! ¡malhadada suerte mía! Lloro mi propio dolor y lo vierto también a la copa. ¿Con qué fin me has traído aquí, desdichada de mí? No a otra cosa que compartir la muerte, sin duda.

CORO. Eres una loca, juguete de los dioses y lloras sobre ti misma un canto destemplado, como el rubio ruiseñor, insaciable de llanto que, ay, en su infeliz corazón grita: «Itis, Itis» durante toda su vida ubérrima de penas.

CASANDRA. ¡Ay, ay, destino del melodioso ruiseñor! Los dioses le otorgaron un cuerpo alado y una vida feliz, sin lágrimas. En cambio a mí me espera una muerte a lanza de doble filo.
CORO. ¿De dónde sacas esos tormentos inútiles, violentos, enviados por los dioses y esos horrores que modulas a la vez con lúgubres gritos y notas penetrantes? ¿De dónde los ominosos hitos de tu sendero profético?

CASANDRA. ¡Oh la boda, la boda de Paris fatal a los suyos! ¡Oh Escamandro, río de la patria! En otro tiempo a tus orillas, desgraciada, crecía y me criaba, pero, ahora, cabe el Cocito y en las márgenes del Aqueronte, pronto, creo, cantaré mis oráculos.

CORO. ¿Qué palabras son éstas demasiado claras que has pronunciado? Un niño oyéndolas las entendería. Estoy abatido por tu suerte dolorosa, como por una sangrienta mordedura, mientras tú cantas tus plañideras desgracias que me hieren al oírlas.

CASANDRA. ¡Oh Miserias, Miserias de mi ciudad del todo destruida! ¡Oh sacrificios paternos por las murallas, inmolación de innumerables ovejas de nuestros prados! Ningún remedio ha evitado a la ciudad sufrir lo que sufre. Y yo inflamado el corazón pronto caeré en tierra.

CORO. Tus palabras de ahora siguen a las de antes. Algún dios malévolo, cayendo sobre ti con peso enorme, te hace cantar sufrimientos lastimeros que traen la muerte. Pero no puedo conjeturar el fin.

CASANDRA. Ya el oráculo ya no mirará más a través de velos, como una joven recién desposada; brillante, estoy segura, llegará soplando hacia el sol naciente, de suerte que una desgracia mucho mayor surgirá, como una ola, a la luz. Ya no os informaré por medio de enigmas. Y sed testigos de que olfateo, sin perderme, las huellas de los crímenes antiguos. Este palacio nunca lo abandona un coro que si canta al unísono, no es de dulce melodía; pues no entona alabanzas. Sí, ha bebido para tener más coraje, sangre humana la tropa, difícil de expulsar, de las Erinis familiares que permanecen en el palacio. Sitiando esta morada, cantan el himno de la maldad inicial: después, a su vez, escupen sobre el lecho de su hermano, cruel al que lo mancilla. ¿Erré el blanco o lo acierto como un arquero? ¿O soy una falsa adivina que llama de puerta en puerta diciendo necedades? Jura en testimonio de que no has oído y no conoces el viejo crimen de esta casa.

CORIFEO. ¿Y cómo un firme juramento, por sólido y sincero que fuera, podría ser una solución? Pero me admiro de que tú, criada al otro lado del mar, en una lengua extranjera, hables con acierto en todo, como sí hubieras vivido entre nosotros.

CASANDRA. Apolo, el adivino, me encargó esta tarea. CORIFEO. ¿Cómo siendo un dios estaba herido por un deseo? CASANDRA. En otro tiempo se avergonzaba de hablar de ello.

CORIFEO. Todo el mundo es más delicado en la prosperidad. CASANDRA. Era un luchador que respiraba un completo amor por mí. CORIFEO. ¿Y llegasteis, como es costumbre, a la hora de los hijos?
CASANDRA. Tras consentir, engañé a Loxias. CORIFEO. ¿Estabas ya en posesión del arte adivino?
CASANDRA. Sí, ya vaticinaba a mis conciudadanos todas sus desgracias. CORIFEO. ¿Cómo, pues, te quedaste impasible a la ira de Loxias?
CASANDRA. A nadie convencía en nada, después de esta falta.

CORIFEO. Sin embargo, por todo esto creemos que vaticinas cosas dignas de fe.

CASANDRA. ¡Ay, ay, oh desventura! De nuevo la terrible fatiga de la adivinación me agita profundamente, turbándome con sus siniestros  preludios.
¿Veis estos niños sentados delante del palacio, semejantes a las formas de un sueño? Como niños muertos por sus parientes, las manos llenas de carne, alimento de sí mismos, llevando -carga lamentable- sus entrañas e intestinos  de que gustó su padre. Por ello alguien, digo, medita su venganza, un cobarde insolente, casero, que se revuelve en el lecho contra el señor que ha llegado, el mío, pues debo soportar el yugo esclavo. Y el capitán de las naves y destructor de Troya no sabe lo que ha dicho y declamado extensa y alegremente la  lengua de esa perra odiosa y que, a manera de infortunio solapado, cumpliré con perversas artes.
Tal es su audacia: una mujer asesina del varón es... ¿Qué nombre acertaría a dar a este monstruo repugnante? ¿Dragón de dos cabezas, Escila habitante de las rocas, ruina de navegantes? ¡Rabiosa madre de Hades, que respira para  los suyos Ares sin tregua!
¡Qué alarido de triunfo ha lanzado la mujer toda audacia, como en una batalla victoriosa! ¡Y finge alegrarse de un retorno feliz! Y sí no me creéis, me es igual.
¿Qué importa? Lo que ha de ser, llegará. Y tú, estando presente, pronto me dirás, lleno de lástima, que soy una adivina demasiado verídica.

CORIFEO. El banquete de Tiestes y la carne de sus hijos he comprendido y me estremezco: estoy poseída de terror al oír la verdad y no con imágenes. Pero  en cuanto a lo restante que he escuchado, he perdido la pista y corro fuera del camino.

CASANDRA. Digo que vas a ver la muerte de Agamenón. CORIFEO. Cierra tu boca con un silencio propicio.
CASANDRA. Ningún dios salvador guía mis palabras.

CORIFEO. No, sí ha de ser así: pero ojalá no ocurra. CASANDRA. Tú haces plegarías, pero ellos se cuidan de matar. CORIFEO. ,Y qué varón prepara este sufrimiento?
CASANDRA. Demasiado te extravías de mis profecías. CORIFEO. Sí, pues no comprendo los recursos del asesino. CASANDRA. Sin embargo, conozco muy bien la lengua griega.
CORIFEO. También los oráculos de Delfos y, con todo, son dífícíles de entender.

CASANDRA. ¡Ah, ah! ¿Qué fuego avanza sobre mí? ¡Oh, oh, Apolo Lícío! ¡Ay, ay de mí! Esta leona de dos píes que yace con el lobo, por ausencia del león generoso, me matará a mí, míse rable. Como sí preparara un veneno, añadirá  a su poción también un salario para mí. Se jacta, afilando el puñal contra el varón, que también me matará a mí como paga de mí llegada aquí. ¿Por qué entonces llevo estos adornos risibles para mí, el bastón y las guirnaldas fatídicas alrededor del cuello? Os destruiré antes de mí muerte. Id a la perdición: así, arrojándolos al suelo, os pago. Colmad de calamidad a otro en vez de a mí. He aquí, Apolo desnudándome él mismo del vestido de profetisa, contemplándome bajo estos ornamentos el hazmerreír unánime de amigos y enemigos. Como una vagabunda de casa en casa en busca de limosna, soportaba ser llamada mendiga, miserable, hambrienta. Y ahora el profeta que me hizo Profetisa me ha conducido a este destino de muerte: en vez del altar patrio me espera un tajo, ensangrentado con la sangre caliente de mi degüello. Mas no moriremos impunes por parte de los dioses: vendrá un vengador nuestro, un vástago matricida que hará pagar la muerte de su padre. Desterrado, errante, extranjero a esta tierra, vendré para coronar estas desgracias de los suyos; pues los dioses han jurado un gran juramento, que le traerá el cuerpo yacente de su padre. ¿Por qué, entonces, enternecida, gimo así? Habiendo visto cómo trataron a Troya, los que tomaron la ciudad terminan de este modo por juicio de los dioses. Vamos, voy a entrar y seré fuerte para morir. Saludo en estas puertas a las del Hades: ruego sólo un golpe certero para que, sin convulsiones, derramando dulcemente mi sangre, cierre estos ojos.

CORIFEO. ¡Oh mujer muy desgraciada y muy sabia también, mucho te has extendido! Pero si verdaderamente conoces tu propio destino, ¿cómo, a  manera de una vaca conducida por un dios, caminas tan valiente hacia el altar?

CASANDRA. No hay salida posible, extranjeros, en el tiempo. CORIFEO. Pero el último momento se estima en más.
CASANDRA. Este día ha llegado: poco provecho sacaré con la huida.

CORIFEO. Sabe que eres valiente, de corazón audaz. CASANDRA. Nadie que es feliz escucha estos elogios.
CORIFEO. Mas morir de forma gloriosa es una gracia para un mortal. (Casandra se marcha hacia el palacio, pero se vuelve cede asustada.) CASANDRA. ¡Ay padre, tú y tus nobles hijos!
CORIFEO. ¿Qué ocurre? ¿Qué terror te hace retroceder? CASANDRA. ¡Ah, ah!
CORIFEO. ¿Por qué gritas así, si no es algún espanto de tu mente? CASANDRA. El palacio exhala un olor de muerte y de sangre derramada. CORIFEO. ¿Cómo? Es el olor de los sacrificios del hogar.
CASANDRA. Es un hedor como el que sale de un sepulcro. CORIFEO. No hablas de aromas de Siria, esplendor para la casa.
CASANDRA. Voy a llorar en el palacio mi destino y el de Agamenón. Basta ya de vida. ¡Oh extranjeros! No lloro como un pájaro que pía de miedo ante una mata, sino porque, una vez muerta, deis testimonio cuando una mujer muera, a cambio de mí y un hombre caiga a cambio de otro mal casado. Es el presente de hospitalidad que pido a la hora de morir.

CORIFEO. ¡Oh desgraciada! Te compadezco por tu destino previsto.

CASANDRA. Deseo aún decir una palabra o un lamento por mí misma. Al sol, hacia su última luz, imploro: que mis asesinos paguen a mis vengadores la deuda de esta esclava muerta, de tan fácil presa.
¡Oh empresas humanas! Prósperas, una sombra puede mudarlas; adversas, unos golpes de esponja mojada borran el dibujo. Y esto, más que aquello, me llena de piedad.

(Casandra entra en Palacio.)

CORIFEO. La prosperidad es insaciable para los mortales. Nadie renuncia a ella, ni la aleja de los palacios ya señalados, diciendo: ano entres aquí.»
A este varón, los bienaventurados le otorgaron la gracia de conquistar la ciudad de Príamo y honrado por los dioses ha regresado a casa. Mas, si ahora ha de pagar la sangrederramada antes, y sacrificando a los muertos, provocar el castigo de otros muertos, ¿qué hombre, al oír esto, podría jactarse de haber nacido con venturoso destino?

(Se oye un grito de Agamenón, procedente del palacio.)

AGAMENON. ¡Ay de mí! He recibido un golpe mortal dentro del pecho. CORIFEO. ¡Silencio! ¿Quién grita mortalmente herido?

AGAMENON. ¡Ay de mí, de nuevo! Otra vez me hirieron.

CORIFEO. Me parece por los gemidos del rey que el crimen se ha realizado. Comuniquemos, pues, varones, seguros consejos.

(Cada uno de los doce coreutas transmite su opinión.)

1. Os digo mi opinión: enviemos mensajeros a los ciudada nos para que acudan al palacio.
2. Soy del parecer de precipitarnos rápidamente dentro y sorprender el crimen con la espada que mana todavía sangre.
3. Estoy de acuerdo. Mi voto es hacer algo; no es momento de vacilar.
4. Se puede ver: como un preludio, sus acciones presagian tiranía para la ciudad.
5. Nosotros perdemos tiempo; ellos, en cambio, pisoteando por tierra la gloria de la demora, no duermen con su mano.
6. No sé, en verdad, qué consejo formular.
7. Ésta es también mi opinión, porque no veo la manera de resucitar al muerto con palabras.
8. Para prolongar nuestras vidas, ¿vamos a ceder ante estos gobernantes que ultrajan el palacio?
9. No es soportable. Es preferible morir la muerte es mejor que la tiranía.
10. Sí; pero por los indicios de esos gemidos, ¿vamos a profetizar que el rey ha muerto?
11. Es necesario enfadarse cuando se sabe cierto una cosa; conjeturar es distinto de saber.
12. Celebro esta idea y la comparto de lleno: saber exactamente qué es del Atrida.

(Se abre la puerta del palacio y aparece Clitemnestra con la espada en la  mano. Próximos de ella están los cadáveres de Agamenón y Casandra.)

CLITEMNESTRA. No me avergonzaré de decir lo contrario de muchas cosas dichas antes oportunamente. Pues, ¿cómo el que prepara acciones enemigas contra sus enemigos que fingen ser amigos, podría tender los hilos de la perdición a mayor altura que su salto?
Este encuentro no he dejado de meditarlo hace tiempo: la lucha del desquite ha venido a la postre y estoy donde he herido, sobre la obra realizada. La realicé de manera -y no lo negaré- que no pudiera huir ni evitar su muerte. En torno suyo extiendo una red sin escape, como la de los peces, una tela de fatal riqueza. Le hiero dos veces, y con dos gemidos se debilitan sus miembros; caído ya, le doy un tercer golpe, ofrenda votiva al Hades subterráneo, salvador de los muertos. Así, cayendo, exhala su alma, y lanzando con su aliento un vómito impetuoso de sangre, me alcanza con las negras gotas de sangriento rocío, alegrándome no menos que la lluvia de Zeus alegra a los sembrados en

la maternidad germinal del grano.
Así están las cosas, ancianos venerables de Argos; podéis regocijarnos si os place; yo me ufano de ellas. Si fuera lícito verter libaciones sobre el cadáver, sería justo hacerlo aquí, e incluso más que justo. Pues éste ha llenado de tal manera en el palacio la crátera de crímenes malditos, que ahora a su regreso él mismo la ha apurado.

CORIFEO. Nos maravilla la osadía de tu lengua, ya que hablas con tanta jactancia de tu esposo.

CLITEMNESTRA. Me probáis como si fuera una mujer irreflexiva. Pero yo os hablo, bien lo sabéis, con un corazón valiente, y me es igual si queréis elogiarme o condenarme. Este es Agamenón, mi esposo, cadáver por obra de esta mano derecha, trabajo de justo artífice. Eso es todo, o qué bebida sacada de las corrientes marinas probaste para cargar con este sacrificio y las maldiciones de un pueblo? Arrojaste, cortase: serás mujer apátrida, odio abrumador de los ciudadanos.

CLITEMNESTRA. Ahora me castigas al exilio, lejos de la ciudad y a soportar el odio de los ciudadanos y las maldiciones del pueblo. Entonces nada hiciste contra este hombre que, sin importarle, como si se tratara de la muerte de una res entre innumerables ovejas de lanudos rebaños, sacrificó a su hija, mi parto más querido, para encantar los vientos tracios. ¿No era a éste al que debías haber desterrado de este país, como castigo a sus crímenes? En cambio, al enterarte de mis crímenes, eres un juez implacable. Mas yo te digo que puedes lanzar estas amenazas con la convicción de que estoy preparada delmismo modo: si me vences con tu mano, gobernarás; pero si la divinidad decide lo contrario, aprenderás, aunque sea tarde, a ser prudente.

CORO. Eres ambiciosa y hablaste con arrogancia. Así, a causa de una acción sangrienta la mente delira, una mancha de sangre brilla en tus ojos. Despreciada, privada de amigos, pagarás la herida con la herida.

CLITEMNESTRA. ¿Y tú quieres oír la sagrada ley de mis juramentos? Por Justicia que ha vengado a mi hija; por Ate y por Erinis, a quienes he sacrificado a este hombre, no se me ocurre ni pensarlo que el temor pise este palacio mientras encienda el fuego de mi hogar Egisto, leal a mí como hasta ahora.  Ése es para mí escudo no pequeño de valor.
Yace en tierra al que ha injuriado a esta mujer, felicidad de las Criseidas bajo Ilión; y también esa esclava y adivina, la profetisa que compartió su lecho, fiel concubina, que ha desgastado junto a él los bancos de la nave. Ambos han tenido lo que merecían. Pues él, así, sin más, y ella después de cantar el último lamento de la muerte, yace, su amante, y me la ha traído el propio marido para condimento de mi gozo.

CORO. ¡Ay! ¿Qué destino podría venir en breve, sin excesivo sufrimiento, sin prolongada enfermedad, trayéndome el eterno sueño interminable, después  que ha sucumbido el más bondadoso guardián y que tanto sufrió por obra de una mujer? Y ahora a manos de una mujer ha fallecido.

¡Ay, ay, la loca Helena, que tú sola has destruido tantas, tantísimas vidas bajo Troya!
Te has adornado tú misma con una suprema, inolvidable corona, a causa de una sangre indeleble. En verdad, había entonces en el palacio una Discordia, establecida allí para desgracia de un hombre.

CLITEMNESTRA. No invoques, abrumado por estas cosas, un destino de muerte.
No vuelvas tu ira contra Helena, cruel destructora de hombres, como si ella  sola hubiera perdido las almas de muchos dánaos y provocado un dolor incurable.

CORO. ¡Oh demon, que te lanzas sobre este palacio y sobre los dos Tantálidas, y afirmas la fuerza, desgarradora de mi corazón, de dos mujeres de iguales sentimientos'!
Puesto encima del cadáver, a manera de cuervo enemigo, se jacta de cantar, según el rito, un himno triunfal.

CLITEMNESTRA. Ahora has rectificado la sentencia de tus labios, invocando al genio que tres veces se ha saciado de esta familia. Es él que alimenta en las entrañas estedeseo de lamer sangre, y antes que cese el mal antiguo se declara un nuevo absceso.

CORO. Si, grande, grande es para esta casa y de pesada cólera el demon que recuerdas. ¡Ay, ay, doloroso recuerdo insaciable de destino calamitoso! ¡Ay, ay, por la voluntad de Zeus, causa de todo y que todo lo cumple! Pues ¿qué cosa para los mortales se termina sin Zeus? ¿Cuál de estos sucesos no es obra de un dios?
¡Ay, ay, rey mío, rey mío! ¿Cómo llorarte? ¿Qué puedo decirte del fondo de mi corazón? Yaces en esta tela de araña, exhalando la vida con muerte impía, ¡ay de mí!, domado en este lecho ignominioso por muerte traidora, bajo el arma de dos filos manejada por mano de mujer.

CLITEMNESTRA. Aseguras que esto es obra mía: no consideres que soy la esposa de Agamenón. Tomando la forma de la mujer di este muerto, el antiguo, amargo Alastor di Atreo, cruel anfitrión, lo ofreció en pago, sacrificando un adulto en venganza por unos niños.

CORO. ¡Tú inocente di este crimen! ¿Quién dará testimonio? ¿Cómo, cómo el Alastor de los padres podría ser tu cómplice? Usando de violencia, entre arroyos de sangre fraterna, el negro Ares avanza hacia el lugar en que hará justicia por el cuajo de sangre de unos niños devorados.
¡Ay, ay, rey mío, rey mío! ¿Cómo llorarte? ¿Qué puedo decirte del fondo de mi corazón? Yaces en esta tela de araña, exhalando la vida con muerte impía, ¡ay de mí!, domado en este lecho ignominioso por muerte traidora, bajo el arma de dos filos manejada por mano de mujer.

CLITEMNESTRA. No, innoble no creo que haya sido la muerte de éste. Pues
¿no es éste quien ha traído una dolosa calamidad a la casa? Sufrió merecidamente por lo que hizo sufrir a mi retoño nacido de él, mi Ifigenia tan

llorada. Que no se jacte demasiado en el Hades: con su muerte a filo de  espada ha pagado todo cuanto hizo.
CORO. No sé, privado de la solicitud ingeniosa de mi mente, adónde volverme cuando se hunde la casa. Tengo miedo del ruido de este aguacero de sangre que abate la casa. La llovizna ya cesa y la Moira, a la vista de otro crimen, afila en otras piedras su justicia.
¡Oh tierra, ojalá me hubieras recibido antes de ver este hombre ocupando el lecho de bañera plateada! ¿Quién le enterrará o cantará su trino? ¿Te atreverás, después de darmuerte a tu esposo, a honrarlo con tus lamentos y  por sus grandes empresas tributar pérfidamente a su alma un homenaje desagradable? ¿Y quién junto a la tumba se afanará en lanzar con sus  lágrimas sobre el héroe un elogio con sincero corazón?

CLITEMNESTRA. No te concierne preocuparte de este cuidado. Por mis  manos cayó y murió y también le enterraremos, acompañado no de los llantos de los de su casa, sino que Ifiginia, mi hija, cual conviene, saldrá dulcemente al encuentro de su padre, junto al impetuoso río di los dolores y, abrazándole, le besará.

CORO. Un Ultraje quien en lugar de otro ultraje, y es difícil decidirse entre ellos. Quien despoja es despojado y el que mata paga su deuda. Mientras Zius permanezca en su trono, subsiste: «que el culpable pague», es la ley  sagrada.
¿Quién podría echar de la casa al germen maldito? La raza está soldada a la calamidad.

CLITEMNESTRA. Has regado con verdad a este oráculo. Pues bien; yo quiero, concluyendo un pacto con el demon de los Plisténidas, sufrir esta situación por dura que sea; pero, para el futuro, que saliendo de esta casa abrume a otra familia con muertes intestinas. Me basta, en absoluto, con tener una parte de los bienes, si puedo quitar del palacio la locura de recíprocas matanzas.

(Llega Egisto con una escolta de soldados.)

EGISTO. ¡Oh luz amable de este día justiciero! Ya podría decir ahora qué dioses vengadores de los mortales contemplan desde arriba los sufrimientos de la tierra, puesto que veo, in un manto tejido por las Erinis, a ese hombre que yace di manera grata para mí, pagando las maquinaciones de la mano paterna. Porque Atreo, señor de esta tierra, padre de ése, a Tiestis, mi padre, para decirlo claramente, le desterró de la ciudad y del palacio. Y regresando como suplicante del hogar, el desgraciado Tiestes encontró un destino seguro: no ensangrentar, muriendo aquí mismo, el suelo de la patria. Mas, como presente di hospitalidad, el padre impío de este hombre, Atrio, con más diligencia que amistad, fingiendo que celebraba alegremente un día sacrificar, ofreció a mi padre un banquete con la carne de sus hijos. Desmenuzó, retirado, los pies y el peine extremo de las manos para que no fueran conocidos por los comensales; y Tiestes, en su ignorancia, cogiendo las carnes, comió un alimento funesto, como ves, para el linaje. Después, dándose cuenta de la acción abominable, se queja, y cae de espaldas vomitando el degüello e invoca sobre los pelápidas un destino insoportable, derribando con el pie lamesa al mismo tiempo que lanzaba esta imprecación: «Así perezca todo el linaje de Plístenes».

Por todo esto podéis ver a ese hombre caído; y yo soy en justicia el que ha urdido esta muerte. Decimotercero de los hijos me desterró, cuando era todavía niño en pañales, con mi desventurado padre; después que fui criado, la justicia me ha vuelto a la patria, y sin franquear la puerta he alcanzado a este hombre, anudando toda la trama del plan fatal.
Así bello sería para mí morir, ahora que he visto a ése en las redes de la Justicia.

CORIFEO. Egisto, no tengo respeto por aquel que se burla del crimen. ¿Dices que mataste intencionadamente a este varón y que tú solo has planeado este lamentable crimen? Pues yo te digo que a la hora de la justicia, sábelo bien, tu cabeza no escapará a las piedras y a las imprecaciones populares.

EGISTO. ¿Tú, sentado en la última fila de remeros, hablas así, cuando mandan los que están en el puente de la nave? Aunque seas viejo, sabrás cuán duro es a tu edad aprender a ser discreto cuando la orden ha sido dada. Las cadenas y los ayunos son excelentes médicos profetas de las almas para enseñar incluso a la vejez. ¿No te das cuenta de ello viendo estas cosas? No lances coces contra el aguijón, no sea que te lastimes golpeándolo.

CORIFEO. ¿Tú, mujer, aguardando en casa a los hombres, venidos de la guerra, has deshonrado el hecho del esposo y has tramado esta muerte para el caudillo del ejército?

EGISTO. También estas palabras serán causa de llanto. Tienes una lengua contraria a la de Orfeo: él se lo llevaba todo tras sí por la delicia de sus cantos. Tú, provocándome con tus necios ladridos, serás llevado; y una vez dominado te mostrarás más manso.

CORIFEO. ¡Qué! ¿Tú serás mi rey de los argivos, tú que tras planeas la muerte de éste, no osaste poner en obra esta acción matándole con tus manos?

EGISTO. Porque el engañarle era, sin duda, propio de una mujer; yo era un sospechoso enemigo de antiguo. Mas, con su dinero intentaré gobernar a los ciudadanos; al que no obedezca unciré un pesado yugo: y no estará harto de cebada, cual potro sujeto por tirantes, sino que el hambre cruel asociada a las tinieblas se cuidará de su docilidad.

CORIFEO. ¿Por qué en tu alma cobarde no mataste tú solo a este hombre, sino  que  una  mujer,  baldón  para  este  país  y  los  dioses  locales,  le mató?
¿Acaso Orestes ve la luzpara que, regresando con un destino favorable, llegue a ser el victorioso matador de ambos?

EGISTO. Puesto que pretendes actuar y hablar así, pronto aprenderás: ¡ea,  mis guardias, a la acción!

CORIFEO. ¡Ea, espada en puño, todos preparados!

EGISTO. También yo tengo el puño en la espada y no rehúso morir.

CORIFEO. Hablas a quienes aceptan morir; elegimos este riesgo. CLITEMNESTRA. De ningún modo, ¡oh el más querido de los hombres, causemos otros males. Deplorable cosecha es el haber segado ya tantos.  Basta de dolor; no nos manchemos con más sangre.
Id, ancianos, a las casas que el destino os ha concedido, antes de sufrir o  hacer algo inoportuno; debía suceder lo que hemos hecho. Si estos trabajos fueran suficientes, lo aceptaríamos, heridos cruelmente por la garra pesada de un dios. Tal es el parecer de una mujer, si alguien estima escucharlo.

EGISTO. ¡Y que brote de estos contra mí una lengua insolente y lancen tales palabras desafiando a un dios, y se alejen del consejo prudente e insulten al que manda!

CORIFEO. No sería propio de argivos defender a un malvado. EGISTO. Yo iré en tu busca todavía con el tiempo.
CORIFEO. No, si un dios conduce a Orestes hasta que llegue aquí. EGISTO. Sé que los exiliados se alimentan de esperanzas.
CORIFEO. Sigue actuando, engorda la justicia, mientras te es posible. EGISTO. Tú me vas a pagar cara tu locura.
CORIFEO. Jáctate animosamente, como un gallo al lado de la hembra.

CLITEMNESTRA. No te preocupes de esos vanos ladridos; tú y yo, señores de este palacio, restableceremos todo el orden.



PROMETEO ENCADENADO
ESQUILO



PERSONAJES:
FUERZA Y VIOLENCIA, criados de Zeus HEFESTO, dios del fuego, hijo de Zeus PROMETEO, hijo de la diosa Temis OCÉANO, divinidad
ÍO, hija de Inaco
HERMES, mensajero de los dioses
CORO DE OCEÁNIDES.



La escena representa una región montañosa, en los confines del mundo, cerca del mar. Llegan FUERZA y VIOLENCIA, traen prisionero a PROMETEO. Les sigue HEFESTO con sus herramientas de herrero. Se disponen a clavar al titán en una escarpada roca.

FUERZA. Hemos alcanzado la región extrema de la tierra, el rincón escítico, en un desierto nunca hollado. Hefesto, a ti te concierne cumplir las órdenes que te dio tu padre, en estas abruptas rocas sujetar a este malhechor con grilletes irrompi- bles y vínculos de acero. Porque robando tu flor, el resplandor del fuego, origen de todas las artes, se la entregó a los hombres. Ha de pagar la pena a los dioses por una falta como ésta, para que aprenda a soportar la tiranía de Zeus y renunciar a sus sentimientos humanitarios.

HEFESTO. Fuerza y Violencia, para vosotros se ha cumplido ya el mandato de Zeus y nada os retiene ya. Pero yo no me atrevo  a atar a un dios hermano en esta sima tormentosa. Sin embargo, es incontestablemente necesario tener coraje para ello: es cosa grave no cumplir las palabras de un padre. (A Prometeo.) De Temis, la consejera, hijo de elevados pensamientos, contra tu voluntad y la mía voy a clavarte con indisolubles lazos de bronce a esta roca inhóspita, en donde no verás ni la voz ni la figura de un mortal, sino que quemado por la resplandeciente llama del sol, cambiarás la flor de tu piel; con alegría para ti, la noche con su manto estrellado ocultará la luz y el sol disipará  de nuevo la escarcha del alba; pero siempre te abrumará la  carga del mal presente, pues todavía no ha nacido tu libertador. Esto has ganado con tus sentimientos humanitarios. Tú, un dios que no te acoquinas ante la cólera de los dioses, has otorgado, más allá de lo justo, unos honores a los mortales; por esto montarás en esta roca una guardia ingrata, de pie, sin dormir ni doblar la rodilla. Lanzarás muchos' lamentos y  gemidos inútiles, pues el corazón de Zeus es inflexible. Un nuevo señor siempre es duro.

FUERZA. Vamos, ¿por qué te demoras y te apiadas en vano?
¿Por qué no aborreces al dios más odioso de los dioses, que ha, entregado a los mortales tu privilegio?
HEFESTO. El parentesco es muy fuerte, y la amistad.
FUERZA. Lo concedo. Pero desobedecer las palabras de un padre ¿cómo es posible? ¿No temes esto más?
HEFESTO. Tú siempre eres cruel y lleno de audacia.

FUERZA. Ningún remedio proporcionará el llorar por ése; no  te canses en un trabajo inútil.
HEFESTO. ¡Oh oficio muy odiado por mí!
FUERZA. ¿Por qué lo odias? De los males presentes, ciertamente no tiene culpa alguna tu oficio.
HEFESTO. Sin embargo, ojalá hubiera tocado a otro.

FUERZA. Todo es enojoso, salvo mandar sobre los dioses; porque nadie es libre excepto Zeus.

HEFESTO. Lo sé, y nada puedo responder a esto.
FUERZA. ¿No te apresuras, pues, en rodearle de cadenas, para que el padre no te vea remiso?
HEFESTO. Pueden verse ya en sus manos las manillas.
FUERZA. Cíñéselas a los brazos y con toda tu fuerza golpea  con el martillo y clávalo en las rocas.
HEFESTO. El trabajo ya se termina y no en vano.

FUERZA. Golpea más, aprieta, nada dejes flojo; pues es capaz de encontrar alguna salida, incluso de lo impracticable.
HEFESTO. Este codo, al menos, está fijo y es difícil que  le suelte.
FUERZA. Ahora clávale en medio del pecho, bien fuerte, la  dura mandíbula de una cuña de acero.
HEFESTO. ¡Ay, ay, Prometeo, gimo por tus penas!

FUERZA. ¿Vacilas y lloras por los enemigos de Zeus? Vigila no sea que un día te compadezcas a ti mismo.
HEFESTO. Ves un espectáculo horrible de ver.
FUERZA. Veo que ése tiene lo que merece. Más échale a los costados las bridas.
HEFESTO. Es mi obligación hacerlo, no me lo mandes  con tanta insistencia.
FUERZA. Pues te ordenaré y además te azuzaré. Baja y sujeta sólidamente con anillas sus piernas.

HEFESTO. El trabajo está hecho y sin gran esfuerzo.
FUERZA. Con vigor hunde estas trabas en la carne; pues es severo el que juzgará tu obra.
HEFESTO. Tu lenguaje responde a tu figura.
FUERZA. Ablándate; pero no me reproches mi obstinación y la aspereza de mi carácter.
HEFESTO. Vámonos; tiene una red en torno a sus miembros.

FUERZA. Ahora sé, allá, insolente y despojando a los dioses de sus privilegios, dáselos a los efímeros. ¿Qué alivio son capaces los mortales de llevar a tus penas? Con falso nombre los dioses te llaman Prometeo, pues tú mismo necesitas un previsor para saber de qué manera te librarás de tal artificio.
(Hefesto con Fuerza y Violencia salen.)

PROMETEO. ¡Oh éter divino, y vientos de alas rápidas, y fuentes de los ríos, y sonrisa innumerable de las olas marinas, y Tierra madre universal, y círculo omnividente del Sol; yo os invoco: ved lo que, siendo dios, sufro de los dioses!
Mirad con qué ultrajes desgarrado he de padecer durante un tiempo infinito de años. Tal es la cadena infame que contra mí ha inventado el joven caudillo de los Felices. ¡Ay, ay! Por el sufrimiento, presente y futuro gimo, sin saber cuándo surgirá el fin de estos males.

Pero ¿qué digo? Todo lo que ha de acontecer lo sé bien de antemano y ninguna desgracia imprevista vendrá de nuevo sobre mí. Pero es preciso soportar lo más ligeramente posible la suerte decretada, sabiendo que no hay lucha contra la fuerza de la Necesidad.

Con todo, me es igual de imposible callar o no callar esta desgracia. Porque habiendo proporcionado una dádiva a los mortales estoy uncido al yugo de la necesidad, desdichado. En el tallo de una caña me llevé la caza, el manantial del fuego robado, que es para los mortales maestro de todas artes y gran recurso. De este pecado pago ahora la pena, clavado con ca- denas bajo el éter.

¡Ah, ah! ¿Qué ruido, qué aroma invisible ha volado hasta mí?
¿Vienes de un dios, de un mortal o de un semidiós? ¿Ha llegado a este peñasco, en los límites del mundo para contemplar mis penas, o qué quiere? Mirad encadenado a este dios desgraciado Odiado de Zeus, me he enemistado con todos los dioses que frecuentan la corte de Zeus por mi gran amor hacía los  hombres. ¡Ay, ay! ¿Qué movimiento de alas escucho cerca de aquí? El aire susurra con ese ligero batir de alas. Todo lo que se aproxima me produce pavor.

(Llega el coro de las Oceánides en un carro alado que se coloca sobre un roquero cercano al que está clavado Prometeo.)
CORO. Nada temas. Amiga es esta tropa que en rápida carrera de alas se ha acercado a este peñasco, consiguiendo persuadir a duras penas el corazón paterno. Veloces las brisas me trajeron.
Pues el eco de los golpes de hierro penetró hasta el fondo de  mis cavernas y arrojó de mí el tímido pudor; descalza me lancé en mi carro alado.
PROMETEO. ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! Prole de la fecunda Tetis, hijas del padre Océano, que con su curso insomne gira en torno a toda tierra, mirad, contemplad con qué cadenas clavado en la cima rocosa de este precipicio monto una guardia no  envidiable.
CORO. Veo, Prometeo; y una tímida niebla llena de lágrimas a mis ojos, cuando contemplo sobre esa roca tu cuerpo que se consume en la ignominia de estos grilletes de acero. Porque nuevos pilotos gobiernan el Olimpo y Zeus, con nuevas leyes, reina arbitrariamente y aniquila ahora los colosos de antes.

PROMETEO. ¡Si al menos me hubiera precipitado bajo tierra, más allá del Hades hospitalario a los muertos, hasta el Tártaro infranqueable, echándome ferozmente en  cadenas  insolubles, de suerte que ni un dios ni nadie se regocijará de ello! Pero ahora, juguete de los vientos, miserable, sufro para escarnio de mis enemigos.
CORO. ¿Cuál de los dioses tiene un corazón tan duro que haga burla de esto? ¿Quién no comparte tus pesares, excepto Zeus? Éste, siempre en su ira, de un alma inflexible, somete la raza celeste, y no cesará hasta que se haya saciado su corazón, o que alguien con alguna artimaña conquiste el mando tan difícil de conquistar.

PROMETEO. Ciertamente, aunque ultrajado en estos brutales grilletes de mis miembros, todavía tendrá necesidad de mí el príncipe de los Felices para enseñarle el nuevo designio que le despojará de su cetro y honores. Y no me ablandará con me- lifluos sortilegios de la persuasión, ni nunca yo, acoquinado con sus duras amenazas, revelaré este secreto, antes de que me libre de fieras cadenas y consienta en pagar la pena de este ultraje.
CORO. Tú eres osado y en vez de ceder por estos amargos sufrimientos, hablas con demasiada libertad. Un temor penetrante altera mi corazón y me estremezco por la suerte que te espera: dónde debes abordar para contemplar el fin de estos sufrimientos. Pues el hijo de Cronos tiene un carácter  inaccesible y un corazón inflexible.
PROMETEO. Sé que es severo y que tiene en su poder la justicia; sin embargo, creo que un día será de blando corazón cuando sea sacudido de este modo. Entonces aplacando esta rígida cólera, vendrá presuroso a concertar conmigo alianza y amistad.

CORIFEO. Descríbelo todo y explícanos en qué culpa te ha sor- prendido Zeus para ultrajarte de una manera tan infame y  cruel. Infórmanos, si no te perjudica el relato.
PROMETEO. Me duele hablar de estas cosas, pero no decir nada es también un dolor; de todos modos, infortunios. Así que los dioses empezaron a enfadarse y se produjo entre ellos la dis- cordia, unos queriendo arrojar a Cronos de su trono, para que Zeus desde entonces reinara; otros por el contrario, esforzán- dose para que Zeus no mandara nunca sobre los dioses; en- tonces yo, que quería persuadir con los mejores consejos a los titanes, hijos de la Tierra y del Cielo, no pude. Despreciando las arteras trazas creyeron, en su brutal presunción, que sin fatiga  se harían los dueños por la violencia. Pero, no una sola; vez, mi madre, Temis y Tierra, forma única bajo nombres diversos, me había profetizado cómo se cumpliría el futuro: que no por la fuerza ni por la violencia, sino con engaño deberían vencer a los poderosos. Mientras yo les iba explicando estas cosas con mis palabras, no se dignaron ni dirigirme la mirada. Lo mejor en aquellas circunstancias me pareció que era, haciendo caso de mi madre, ponerme al lado de Zeus que recibía de grado a un voluntario. Por mis consejos el antro negro y profundo del Tártaro oculta al antiguo Cronos y a sus aliados. Tales son los beneficios que ha recibido de mí el tirano de los dioses y que  me ha pagado con esta cruel recompensa. Sin duda es un achaque   inherente   a   la   tiranía   no   confiar   en   los amigos.

Ahora, lo que me preguntáis, por qué causa me hiere, os lo aclararé. En cuanto se sentó en el trono paterno, en seguida distribuyó entre los dioses sus privilegios, a cada uno dife- rentes, y organizó su imperio; pero no se preocupó en absoluto de los míseros mortales, sino que, aniquilando toda la raza, deseaba crear otra nueva. A este proyecto nadie se opuso sólo

yo. Yo me atreví; libré a los mortales de ir, destrozados, al Hades. Por eso ahora estoy sufriendo tales sufrimientas, do- lorosos de sufrir, lamentables de ver. Por haber  tenido  ante todo piedad de los mortales, no fui juzgado digno de conse- guirla, sino que implacablemente estoy así tratado, espectáculo infamante para Zeus.
CORIFEO. De corazón de hierro y tallado de una piedra, Prometeo, es el que no se indigna contigo por tus penas. Yo, por mi parte, habría deseado no verlas, y ahora que las veo siento un dolor en el corazón.

PROMETEO. Sí, sin duda, para los amigos soy doloroso de ver.

CORIFEO. ¿Fuiste, tal vez, más lejos que esto?
PROMETEO. Sí. Hice que los mortales dejaran de pensar en la muerte antes de tiempo.
CORIFEO. ¿Qué solución hallaste a este mal? PROMETEO. Albergué en ellos esperanzas ciegas. CORIFEO. Gran favor otorgaste a los mortales.
PROMETEO. Además de esto, yo les regalé el fuego.
CORIFEO. ¿Y ahora los efímeros tienen el fuego resplandeciente?

PROMETEO. Por él aprenderán muchas artes.

CORIFEO. Por tales culpas Zeus te...

PROMETEO. ... me ultraja y no afloja para nada mis males.

CORIFEO. ¿No hay un término fijado a tu prueba?

PROMETEO. No, ninguno, salvo cuando le plazca a él.
CORIFEO. ¿Cuándo le placerá? ¿Hay alguna esperanza? ¿No ves que has delinquido? Pero decir que has delinquido, para mí no es ningún placer y para ti es dolor. Pero dejemos esto y  busca algún medio de librarte de esta prueba.
PROMETEO. Es fácil al que tiene el pie fuera de las desgracias aconsejar y amonestar al infortunado. Pero todo esto yo lo  sabía. De grado, de grado falté, no lo negaré; ayudando a los mortales yo mismo me he encontrado castigos. Con todo, no creía que con tales penas había de consumirme en unas rocas abruptas, encontrándome en una cima desierta y sin vecinos. Pero ahora, sin lamentaros por estos sufrimientos, bajando a tierra firme, escuchad mi suerte futura, para que lo sepáis todo hasta el fin. Creedme, compadeced al que ahora sufre: la aflicción vuela sin cesar, y ora se posa en uno, ora en otro.
CORIFEO. Tú urges a una tropa dispuesta a obedecerte, Prometeo. Ahora, dejando con pie ligero este raudo asiento y el éter, ruta sagrada de las aves, me acercaré a este suelo escabroso; porque deseo escuchar hasta el final tus padecimientos.

(Mientras las Oceánides descienden al suelo, aparece Océano en un carro tirado por un caballo alado.)

OCÉANO. He llegado al final de un largo viaje en mi recorrido hacia ti, Prometeo, dirigiendo con mi mente, sin bridas, esta ave de alas veloces. De tus desgracias, sábelo, me compadezco. El parentesco, creo, me obliga, y, aparte la sangre, no hay a quien diera parte mayor que a ti. Conocerás que digo la verdad y  que

no se halla en mí adular en vano. Venga, pues, dime en qué he de ayudarte; porque nunca dirás que tienes un amigo más seguro que Océano.
PROMETEO. ¡Ea!, ¿qué es esto? ¿También tú vienes a ser testigo de mis males? ¿Cómo te atreviste, dejando la corriente que lleva tu nombre y las roqueras grutas naturales, llegar a la tierra madre del hierro? ¿O has venido para contemplar mi suerte e indignarte con mis males? Mira este espectáculo: yo, el amigo de Zeus, que le ayudé a establecer su tiranía, con qué sufrimientos soy abatido por él.
OCÉANO. Lo veo, Prometeo, y quiero aconsejarte lo mejor, aunque eres listo. Conócete a ti mismo y adopta nuevas acti- tudes, pues también hay un nuevo tirano entre los dioses. Pero si lanzas palabras tan duras y aceradas, quizá te oiga Zeus que está sentado mucho más alto que tú, y el enojo de estos males presentes te parezca un juego. Así, desgraciado, deja este afán y busca la liberación de estos males. Tal vez te parecerá que digo cosas viejas; sin embargo, tal es, Prometeo, el salario de una lengua demasiado altiva. Tú todavía no eres humilde ni cedes a los males, y a los presentes quieres añadir otros. Tómame, pues, por maestro y no estires tu pierna contra el aguijón, viendo que ahora reina un monarca duro y sin que tenga que rendir cuentas. Ahora me marcho e intentaré, si puedo, librarte de  estas penas; tú tranquilízate y no hables con demasiado insolencia. ¿O no sabes siendo en rigor tan sabio, que se castiga a una lengua disparatada?

PROMETEO. Te envidio porque te encuentras fuera de culpa aunque participaste en todo y te asociaste a mi osadía. Ahora déjalo y no te preocupes. De todos modos no le convencerás; no

es fácil de convencer. Y vigila que no te perjudiques en este camino.
OCÉANO. Eres mucho mejor para inspirar prudencia al prójimo que a ti mismo; juzga por hechos, no por palabras. Pero en mi afán, no me retengas. Porque me ufano, sí, me ufano de que Zeus me concederá la gracia de librarte de estos males.
PROMETEO. Te alabo por tu solicitud y no cesaré de hacerlo; en buena voluntad nada descuidas. Pero no te esfuerces: traba- jarás en vano, sin provecho para mí, si es que quieres hacerlo. Permanece tranquilo y mantente apartado. Porque yo, si soy desgraciado, no por esto quisiera que a los más alcanzaran las desgracias. No, en verdad, pues ya me consume la suerte de mi hermano, Atlas, que en las regiones de occidente, de pie, sostiene en sus espaldas la columna del cielo y de la tierra, peso no fácil para el brazo. También he compadecido, al verle, al hijo de la Tierra, habitante de las cuevas cilicias, gran gigante de  cien cabezas, domado por la fuerza, el impetuoso Tifón. Se enfrentó a todos los dioses, silbando miedo de sus atroces fauces; de sus ojos brillaba horrible esplendor, como si fuera a aniquilar violentamente la tiranía de Zeus. Pero le alcanzó el dardo que no duerme de Zeus, cl rayo que desciende respi- rando fuego y le derrotó de sus altivas fanfarronadas. Pues herido en el mismo corazón, quedó reducido a cenizas y su fuerza disipada por el rayo. Y ahora, cuerpo inútil y arrinco- nado, yace cerca del estrecho marino, oprimido bajo las raíces del Etna, mientras Hefesto, instalado en las altas cimas, forja el hierro ardiente. De allí un día irrumpirán torrentes de fuego  que con feroces fauces devorarán las vastas llanuras de la fe- cunda Sicilia. Tal ira exhalará Tifón con los ardientes dardos de una insaciable tormenta de fuego, aunque carbonizado por el rayo de Zeus. Pero tú no eres inexperto y no me necesitas como

guía; sálvate, como sabes. Yo apuraré este mi destino hasta que Zeus aplaque su ira.
OCÉANO. ¿No sabes esto, Prometeo, que las palabras son médicos de la enfermedad de la cólera?
PROMETEO. Sí, si uno ablanda el corazón en el momento preciso, y no reduce por la fuerza una pasión virulenta.
OCÉANO. Pero, si uno muestra solícito esfuerzo y valor para la acción, ¿qué daño ves tú que haya en ello?

PROMETEO. Trabajo inútil y simplicidad irreflexiva.
OCÉANO. Déjame que sufra esta enfermedad; pues es provechoso parecer insensato cuando uno es cuerdo.
PROMETEO. Esta falta más bien parecerá la mía.

OCÉANO. Sin duda tus palabras me envían de nuevo a casa.

PROMETEO. Temo que tu lamento por mí te lance a una ene- mistad.

OCÉANO. ¿Con el que acaba de sentarse en un todopoderoso asiento?
PROMETEO. Vigila que no se altere tu corazón. OCÉANO. Tu infortunio, Prometeo, es maestro. PROMETEO. Vete, aléjate, salva tu actual buen sentido.
OCÉANO. Cuando ya me iba, me molestaban tus  palabras. Pues mi cuadrúpeda ave acaricia ya con sus alas el dilatado camino del éter y gozoso doblará la rodilla en su establo.

(Océano se marcha en su monstruo alado. Tras un silencio, las Oceánides aparecen sobre de una roca y cantan lo siguiente.)
CORO. Lloro por tu fatal destino, Prometeo; y vertiendo de mis delicados ojos una corriente de lágrimas mojo mi mejilla con húmedas fuentes. Hostilmente gobernando con leyes propias Zeus manifiesta a los dioses de antaño su lanza soberbia.
Ya todo este país ha lanzado un grito lastimero; sus  pueblos lloran por la grandeza y el antiguo prestigio tuyo y de tus hermanos, y todos cuantos mortales habitan la tierra vecina de la sagrada Asia, ante el gran gemido de tus penas sufren contigo.
Y las vírgenes que habitan en la tierra cólquide, valientes luchadoras, y la turba de Escitia, que ocupa el lugar más remoto de la tierra alrededor del lago Meótico.
Y la flor guerrera de Arabia, los que viven una ciudadela es- carpada cerca del Cáucaso, hostil ejército que brama en lanzas de acerada proa.
Sólo antes otro dios titán he visto sufrir, vencido en la ig- nominia de unos lazos de acero, Atlas, que llevando siempre en la espalda, fuerza inflexible, la tierra y la bóveda celeste, gime.
La ola marina cayendo ola sobre ola brama, llora el abismo, el tenebroso Hades en las profundidades de la tierra ruge, y las fuentes de los sagrados ríos exhalan su dolor quejumbroso.

PROMETEO. (Tras de un largo silencio.) No penséis que callo por arrogancia o altanería; pero un pensamiento me devora el corazón al verme así tan vilipendiado. En verdad, a estos dioses nuevos, ¿qué otro si no yo les repartió exactamente sus privi- legios? Pero sobre esto callo; pues sabéis lo que podría   deciros.

Escuchad, en cambio, los males de los hombres, cómo de niños que eran antes he hecho unos seres inteligentes, dotados de razón. Os lo diré, no para censurar a los hombres, sino para mostraros la buena voluntad de mis dones. Al principio, mi- raban sin ver y escuchaban sin oír, y semejantes a las formas de los sueños en su larga vida todo lo mezclaban al azar. No co- nocían las casas de ladrillos secados al sol, ni el trabajo de la madera; soterrados vivían como ágiles hormigas en el fondo de antros sin sol. No tenían signo alguno seguro ni del invierno, ni de la floreciente primavera ni del estío fructuoso, sino que todo lo hacían sin razón, hasta que yo les enseñé los ortos y ocasos  de los astros, difíciles de conocer.
Después descubrí también para ellos la ciencia del número, la más excelsa de todas, y las uniones de las letras, memoria de todo, laboriosa madre de las Musas. Y el primero até bajo el yugo a las bestias esclavizadas a las gamellas y a las albardas, a fin de que tomaran el lugar de los mortales en las fatigas mayores, y llevé bajo el carro a los caballos, dóciles a las rien- das, orgullo del fasto opulento. Sólo yo inventé el vehículo de los marinos, que surca el mar con sus alas de lino. Y, mísero de mí, yo que he encontrado estos artificios para los mortales, no tengo artimaña que pueda librarme de la actual desgracia.

CORIFEO. Padeces un castigo indigno; privado de razón divagas, y como un mal médico que a su vez ha enfermado, te desanimas y no puedes encontrar para ti mismo los remedios curativos.

PROMETEO. Escucha el resto y te sorprenderás más: las artes  y recursos que ideé. Lo más importante: si uno caía enfermo, no había ninguna defensa, ni alimento, ni unción, ni pócima, sino que  faltos  de  medicinas  morían,  hasta  que  les  enseñé       las

mezclas de remedios clementes con los que ahuyentan todas las enfermedades. Clasifiqué muchos procedimientos de adi- vinación y fui el primero en distinguir lo que de los sueños ha de suceder en la vigilia, y les di a conocer los sonidos de oscuro presagio y los encuentros del camino. Determiné exactamente el vuelo de las aves rapaces, los que son naturalmente favorables  y los siniestros, los hábitos de cada especie, los odios y amores mutuos, sus compañías; la lisura de las entrañas y qué color necesitan para agradar a los dioses, y los matices favorables de la bilis y del lóbulo del hígado. Haciendo quemar los miembros cubiertos de grasa y el largo lomo, encaminé a los mortales a un arte difícil de entender y revelé los signos de la llama que antes eran oscuros. Tal es mi obra. Y los recursos escondidos a los hombres debajo de la tierra, bronce, hierro, plata, oro, ¿quién podría preciarse de haberlos descubierto antes que yo? Nadie,  lo sé bien, a menos que quiera hablar en vano. En una palabra, sabe todo a la vez: todas las artes para los mortales proceden de Prometeo.
CORIFEO. No ayudes a los mortales más allá de lo necesario y descuides tu propia desgracia. Yo tengo buena esperanza  de que un día, liberado de estas cadenas, no tendrás un poder inferior a Zeus.

PROMETEO. No tiene decretado todavía que esto se cumpla,  la Moira que todo lo lleva a término; cuando estaré encorvado por mil dolores y desgracias, entonces escaparé de estas cade- nas. El arte es con mucho, más débil que la Necesidad.

CORIFEO. ¿Y quién es el timonero de la Necesidad?
PROMETEO. Las Moiras de tres formas y las memoriosas Erinis.

CORIFEO. ¿Zeus, pues, es más débil que ellas?

PROMETEO. No puede, por lo menos, escapar a su destino.
CORIFEO. ¿Y cuál es el destino de Zeus sino reinar por siempre?

PROMETEO. Sobre esto no preguntes más, no insistas.

CORIFEO. Es, sin duda, un augusto secreto lo que ocultas.
PROMETEO. Hablad de otra cosa; no es el momento de revelar este secreto, sino de esconderlo lo más posible; pues guar- dándolo oculto, escaparé de estas cadenas humillantes y de estos sufrimientos.
CORO. Que nunca el que todo lo gobierna, que nunca Zeus coloque enfrente de mi voluntad su fuerza, que jamás me tarde en acercarme a los dioses con sagrados festines de hecatombes junto al curso inagotable del Padre Océano, ni los ofenda con mis palabras. Antes permanezca firme en mí este propósito y   no se borre jamás.
Es dulce pasar una larga vida en confiadas esperanzas ali- mentando el corazón de deleites radiosos. Pero me estremezco cuando te veo desgarrado por tantos sufrimientos. Pues sin temer a Zeus, por propio criterio honras en exceso a los mortales, Prometeo.
Vamos, amigo, dime, ¿qué favor te aporta tu favor? ¿Dónde  está la defensa, la ayuda de los efímeros? ¿No has visto la im- potencia reducida, igual al sueño, que encadena la ciega raza humana? Nunca la voluntad de los mortales conculcará el  orden establecido por Zeus.

Esto he aprendido observando tu funesto destino, Prometeo. Y un canto bien diferente ha volado hacia mí, el canto de himeneo que un día en torno a tu baño y a tu lecho de bodas entoné, cuando, persuadida por tus presentes, llevaste a nuestra hermana Hesíone a compartir contigo el lecho como esposa.

(Entra Ío teniendo en su frente dos cuernos de vaca. Tras sus primeras palabras se siente de nuevo sacudida por el aguijón  del tábano.)
ÍO. ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué raza? ¿A quién diré que miro atormentada con pétrea brida? ¿Qué falta expiras tú en esta agonía? Dime a qué parte de la tierra he llegado, mísera, en mi extravío.

¡Ay, ay! ¡Ah, ah! Vuelve nuevamente a picarme, desgraciada,  un tábano, fantasma de Argos, hijo de la Tierra. Apártalo, Tierra, porque tiemblo al ver al boyero de mil ojos. Camina con su pérfida mirada. Ni muerto la tierra lo oculta, sino que saliendo de las sombras a mí, infortunada, me da caza y me  hace errar, afamada, por los arenales de la playa.

Detrás de mí, la sonora caña encerada deja oír la canción que duerme. ¡Ay, ay, dioses! ¿A qué lejanas tierras me llevan estas carreras errantes? ¿En qué falta, hijo de Cronos, en qué falta me has sorprendido para haberme uncido en estos tormentos, ¡ay, ay!, y extenuar así a una desgraciada alocada por el temor del tábano que la persigue? Abrásame en el fuego, escóndeme bajo tierra, dame por alimento a los monstruos marinos. No rechaces mis ruegos, Señor. Mis carreras infinitas me han sobradamente ejercitado, ni  puedo  saber  cómo  escapar  a los padecimientos.
¿Oyes la voz de la cornígera doncella?

PROMETEO. ¿Cómo no oír a la muchacha hostigada por el tábano, a la hija de Inaco, que abrasa de amor el corazón de Zeus y ahora, odiada de Hera, se ejercita por fuerza en esas infinitas carreras?
ÍO. ¿De dónde viene que has pronunciado el nombre de mi padre? Responde a la infortunada: ¿quién eres tú, miserable,  que a esta desgraciada saludas en términos tan verídicos y nombraste el mal de divina procedencia que me consume al morderme con aguijones vagabundos?
Empujada con violencia por el hambriento ultraje de mis saltos, he llegado víctima del airado designio de Hera. ¿Cuál de los desgraciados sufre, ¡ay, ay!, como yo? Pero dime con claridad lo que voy a padecer. ¿Qué expediente, qué remedio hay de mi mal? Enseñamelo, si lo sabes. Habla, da a conocer esto a la  pobre virgen errante.

PROMETEO. Te diré claramente todo lo que quieras saber, no entretejiendo enigmas, sino en lenguaje simple, como es justo abrir la boca a amigos. Estás viendo al dador del fuego a los mortales. Prometeo.

ÍO. Oh tú que te mostraste tan beneficioso a la comunidad de los mortales, paciente Prometeo, ¿por qué razón sufres esto?
PROMETEO. Acabo justamente de quejarme por mis trabajos.

ÍO. Entonces, ¿no vas a otorgarme ese favor? PROMETEO. Di qué pides: de mí puedes saberlo todo. ÍO.  Indica quién te ató en esa roca escarpada.
PROMETEO. La decisión de Zeus, pero la mano de Hefesto.

ÍO. ¿Y de qué faltas pagas tú la pena?

PROMETEO. Basta que te haya manifestado sólo esto.
ÍO. Muéstrame, además, el fin de mi viaje y cuál será este día para mí, la desdichada.

PROMETEO. No conocerlo es mejor para ti que conocerlo.

ÍO. No me escondas lo que he de padecer. PROMETEO. No te rehúso ese favor.
ÍO. Entonces, ¿por qué tardas en proclamarlo todo?

PROMETEO. No hay malquerencia, pero dudo en turbar tu alma.
ÍO.  No te preocupes más por mí, pues me es dulce.

PROMETEO. Ya que lo deseas, debo hablar; escucha, pues.
CORIFEO. No, todavía no; dame también a mí una parte de sa- tisfacción. Sepamos primero la enfermedad de ésta, que nos diga ella misma sus funestos infortunios. De ti aprenda después los restantes trabajos.
PROMETEO. Trabajo tuyo es, lo, de complacerles con esta dádiva, máxime cuando son hermanas de tu padre; pues llorar  y lamentar las desgracias cuando se ha de obtener una lágrima de los que escucha, merece el esfuerzo realizado.
ÍO. No sé cómo podría negarme a vosotras: en términos claros sabréis todo lo que pedís; sin embargo, me da vergüenza contaros cómo la tempestad suscitada por un dios y causa de mis metamorfosis se ha abatido sobre mí, mísera.

Sin cesar visiones nocturnas visitaban mi alcoba virginal y me exhortaban con dulces palabras: «Oh muy feliz muchacha, ¿por qué permanecer tan largo tiempo virgen, cuando puedes alcanzar la boda más excelsa? Porque Zeus está inflamado por  ti con el dardo del deseo y anhela compartir contigo los placeres de Cipris. Tú, niña, no rechaces el lecho de Zeus; marcha hacia la pradera ubérrima de Lerna, a los rediles y boyeras de tu padre, para que el ojo de Zeus cese en su deseo.» Tales eran los sueños que todas las noches me sobresaltaban, mísera,  hasta que osé revelar a mi padre los sueños nocturnos. Entonces a  Pito y a Dodona despachó frecuentes mensajeros para saber qué debía emprender o decir que fuera agradable a los dioses. Pero ellos regresaban refiriendo unos oráculos equívocos, oscuros, difíciles de interpretar. Por último, una respuesta nítida llegó a Inaco, que claramente le recomendaba y anunciaba que me arrojara de la casa y de la patria, para errar en libertad hasta los últimos confines de la tierra, si no quería que viniera el rayo inflamado de Zeus que destruiría todo su linaje. Obediente a estos oráculos de Loxias, mi padre, me desterró y cerró su casa, a pesar suyo y mío: pero el freno de Zeus le obligaba a obrar así con violencia. Al punto mi forma y mi espíritu se alteraron y cornuda, como veis, y mordida por el tábano de acerado aguijón, me precipito, de un salto benéfico, hacia la corriente salutífera de Cernea y a la fuente de Lerna. Un boyero, hijo de  la Tierra, de intemperados humos, me seguía con sus innumerables ojos fijos en mis pasos. Un destino imprevisto le privó de repente el vivir, y yo, desgarrada por el tábano, corro de país en país bajo el látigo divino. Ya sabes lo sucedido; y si puedes decirme qué penas me faltan, dímelo; no intentes, por compasión, tranquilizarme con relatos falsos; pues digo que no hay enfermedad más vergonzosa que las palabras compuestas.

CORO. Deja, deja, calla. ¡Ay! Nunca, nunca pensé que unas palabras tan extrañas llegaran a mis oídos, que unos sufrimientos, unas miserias, unos espantos, tan penosos de ver, tan penosos de sufrir, helaran mi alma con aguijón de doble  filo. ¡Ay, destino, destino, me estremezco al contemplar la suerte de Ío!
PROMETEO. Demasiado pronto gimes y llena estás de temor; aguarda hasta que sepas el resto.
CORIFEO. Habla, explícate: es dulce a los enfermos conocer exactamente de antemano el dolor que les falta.
PROMETEO. La anterior petición la lograsteis fácilmente gracias a mí; deseabais primero saber por ella misma el relato  de su desgracia; ahora oír lo que queda, qué sufrimientos ha de padecer esta joven por orden de Hera. Y tú, semilla de Inaco, guarda mis palabras en tu corazón, si quieres conocer el final de tu camino.
Primero, partiendo de aquí, vuélvete hacia el sol saliente y dirígete hacia los campos sin arar. Llegarás a los escitas nómadas que habitan chozas de mimbre trenzado sobre carros de hermosas ruedas y que llevan colgados arcos de largo alcance. No te aproximes a ellos, sino que, poniendo el pie en los acantilados en donde resuena el mar, atraviesa el país. A mano izquierda viven los que trabajan el hierro, los cálibes: guárdate de ellos, pues son feroces, inaccesibles a los extranjeros. Llegarás al río Hibristes, de nombre verídico; no lo atravieses, no es fácil de cruzar antes que alcances el mismo Cáucaso, el más alto de los montes, donde este río impetuoso brota de sus sienes. Debes pasar por encima de sus cumbres vecinas de los astros, para tomar el camino que lleva al mediodía,  en  donde  hallarás  a  la  hueste  de  las      amazonas

enemigas de los hombres, que un día fundarán Temiscira en torno al Termodonte, allí donde está Salmideso, mandíbula áspera del Ponto, huésped cruel a los marinos, madrastra de las naves; ellas te guiarán muy gustosamente. Entonces llegarás junto a las mismas puertas estrechas del lago, al istmo de Cimería, el cual con corazón intrépido debes dejarlo y atravesar el estrecho Meótico. Entre los mortales siempre vivirá el  glorioso relato de tu paso y Bósforo recibirá de sobrenombre. Dejando el suelo de Europa, llegarás al continente asiático. ¿No os parece que el tirano de los dioses es en todo igualmente violento? Deseando, dios como es, unirse a esta mortal lanzó contra ella este destino errante. ¡Amargo pretendiente de tu boda has encontrado, doncella! Pues el relato que acabas de oír, piensa que todavía no es ni siquiera el preludio.

ÍO. ¡Ay, ay de mí! ¡Ah, ah!
PROMETEO. De nuevo gritas y suspiras; ¿qué harás, pues, cuando sepas los sufrimientos que te restan?

CORIFEO. ¿Tienes todavía otros sufrimientos para decirle?

PROMETEO. Sí, un mar tempestuoso de fatal calamidad.
ÍO. ¿Qué gano, entonces, con vivir? ¿Por qué no al instante me arrojo de esta roca escarpada, para que, aplastándome en el suelo, me libere de todos estos males? Mejor es morir de una  vez que sufrir miserablemente todos los días.
PROMETEO. Difícilmente, entonces, podrías soportar mis pruebas. Yo no tengo destinado morir, pues la muerte sería una liberación de mis dolores. Pero ahora no hay término fijado a mis trabajos, hasta que Zeus caiga de su trono.

ÍO. ¿Es posible que un día caiga Zeus de su poder?

PROMETEO. Tú te alegrarías, creo, de ver este suceso.

ÍO. ¿Y cómo no, si es por Zeus que sufro tan desgraciadamente?

PROMETEO. Que esto será así, puedes estar segura.

ÍO. ¿Quién lo despojará de su cetro tiránico?

PROMETEO. Él mismo y sus insensatos planes.

ÍO. ¿De qué manera? Dímelo, si no hay daño en ello.

PROMETEO. Contraerá una boda de la que un día se arrepentirá.
ÍO. ¿Con una diosa o con una mortal? Dímelo, si se puede. PROMETEO. ¿Por qué con quién? No está permitido decirlo. ÍO. ¿Acaso será derribado de su trono por su esposa?
PROMETEO. Ella tendrá un hijo más fuerte que su padre.

ÍO. ¿Y no tiene ningún medio de apartar este infortunio?
PROMETEO. No ciertamente, salvo yo desatado de estas cadenas.
ÍO. ¿Y quién te desatará sin el permiso de Zeus?

PROMETEO. Debe ser uno de tus descendientes.

ÍO. ¿Cómo dijiste? ¿Un hijo mío te librará de estos males?

PROMETEO. Sí, el tercer linaje después de diez generaciones más.
ÍO. No es fácil de comprender esta profecía.
PROMETEO. Tampoco busques conocer a fondo tus padecimientos.

ÍO. No me ofrezcas un bien para después quitármelo.

PROMETEO. De dos presentes, te concederé uno.

ÍO. ¿Cuáles? Muéstramelos y dame a elegir.
PROMETEO. Te lo concedo, elige: o te diré claramente tus males o el que me liberará.
CORIFEO. De estas dádivas concede una a ésta y otra a mí, y  no desprecies mis palabras. A ella cuenta lo que le falta por correr y a mí tu libertador. Pues esto es lo que deseo.
PROMETEO. Puesto que éste es vuestro deseo, no me negaré a narrar todo cuanto deseáis. A ti, primero, lo, revelaré tu agitada carrera; grábala en las fieles tablillas de tu memoria.

Cuando hayas atravesado la corriente, frontera de los dos con- tinentes, sigue adelante hacia los encendidos levantes pisados por el sol, cruzando el mugiente mar, hasta que alcances la llanura gorgónea de Cístenes, donde viven las Fórcides, tres viejas doncellas de figura de cisne, que tienen un ojo común, un solo diente, y a las que nunca mira el sol con sus rayos ni la nocturna luna. Cerca de ellas se hallan tres hermanas aladas con cabellera de serpientes, las Gorgonas, aborrecidas de los hombres, a las que ningún mortal puede ver sin expirar. Tal es la  advertencia  que  te  hago.  Pero  escucha  otro  peligroso  es-

pectáculo: guárdate de los perros mudos de Zeus, de dientes afilados, los grifos y del ejército Arimaspo, gente de un solo ojo, montada a caballo, que vive junto a las aguas del aurífero río Plutón: tú no te acerques a ellos. Entonces llegarás a una tierra lejana, un pueblo de tez oscura, establecido junto a las fuentes del sol, donde está el río Etíope. Baja por las riberas de éste  hasta que llegues a la catarata, en donde de los montes Biblinos Nilo vierte sus aguas augustas y saludables. Éste te conducirá hasta el país triangular nilótico, donde el destino os reserva, Ío, a ti y a tus hijos, fundar una gran colonia. Sí algo de esto es confuso y difícil de comprender, pregunta de nuevo y entérate con precisión. Dispongo de más tiempo del que quiero.
CORIFEO. Si tienes algo nuevo u olvidado que contar de su fatigosa carrera, dilo; pero si lo has dicho todo, concédenos ahora el favor que pedimos. Lo recuerdas, sin duda.
PROMETEO. Ésta ha oído enteramente el final de su  viaje. Pero, porque sepa que no vanamente me escucha, le diré qué trabajos bajos ha sufrido antes de venir aquí, dándole con ello la prueba de mi relato. Con todo omitiré la mayor parte de las fatigas e iré al término mismo de tus viajes.
En cuanto llegaste a las llanuras de los morosos y al escarpado dorso de Dodona, donde está el profético asiento de Zeus Tesproto con el prodigio increíble de las encinas que hablan, las cuales te saludaron claramente y sin enigmas como la que había de ser la ilustre esposa de Zeus -¿te halaga algo de esto?-, te lanzaste, punzada por tábano, por el camino de la costa hasta el gran golfo de Real, de donde la tormenta vuelve a traer aquí tus cursos errantes. Pero con el tiempo este golfo marino, sábelo bien, será llamado Jonio, recuerdo para todos los mortales de tu

paso. Ésta es la prueba de que mi mente ve más de lo que es manifiesto.
Lo demás os lo relataré a la vez a vosotras y a ésta, volviendo sobre la huella de mi anterior relato. Hay una ciudad, Cánobo, en el extremo del país, junto a la misma boca y alfaque del Nilo; allí Zeus, imponiéndote su mano serena, al simple contacto, te vuelve el juicio; y darás a luz un hijo, cuyo nombre recordará que hizo nacer Zeus, el negro Épafo, que recogerá el fruto de todo el país que riega el Nilo de ancha corriente. La quinta generación después de él, formada por cincuenta doncellas, volverá de nuevo a Argos no de buen grado, huyendo de unas bodas consanguíneas con sus primos; éstos, en el frenesí de su deseo, halcones que van a la caza de palomas, vendrán también dando caza a unas bodas prohibidas. Mas un dios les negará lo que desean, y el país pelasgo los recibirá, vencidos por los golpes de un Ares femenino con una audacia que vela en la noche; pues cada esposa quitará la vida a su esposo tiñendo en el degüello una espada de doble filo. ¡Tal venga Cipris a mis enemigos! A una sola de las muchachas el encanto del amor no le deja dar muerte al compañero de lecho, sino que será ablandada en su resolución; de dos cosas preferirá una, ser llamada cobarde antes que asesina. Y ésta, en Argos; dará a luz a un real linaje. Sería necesario un largo discurso  para exponerlo claramente; sabed, al menos, que de esta siembra nacerá el hombre valiente, famoso por su arco, que me librará  de estos tormentos. Tal es el oráculo que me contó mi madre, la titánide Temis, de antiguo nacida. Mas, cómo y de qué manera, se necesita mucho tiempo para decirlo, y tú no ganarías nada con saberlo.
ÍO. ¡Ah, ah! Una convulsión, un delirio que turba mi mente, vuelven a abrasarme; el dardo sin forjar del tábano me hiere; mi

corazón horrorizado palpita en mi pecho; mis ojos giran en sus órbitas. Arrastrada fuera del camino por un viento furioso de locura no gobierno mi lengua, y confusos pensamientos chocan al azar contra las olas de odiosa Ate.

(Ío sale apresuradamente.)
CORO. Sabio, sí, sabio era el primero que concibió en su espíri- tu y formuló con la lengua que casarse según su rango es con mucho lo mejor, y cuando se es artesano no ambicionar unas bodas con gente enervada por las riquezas o envanecida por el linaje.

¡Ojalá que nunca, nunca, oh Moiras inmortales, me veáis aproximarme como esposa al lecho de Zeus, ni conseguir por marido a alguien de los dioses! Pues me estremezco al ver la doncella Ío, hostil al varón, consumirse, gracias a Hera, en la fatigosa carrera de sufrimientos.

A mí, una boda con un igual, no me asusta. Lo que temo es que el amor de dioses poderosos me mire con su ojo  inevitable.  Pues es una guerra contra la cual no es posible la guerra, sin más esperanza que la desesperanza, y no sé qué sería de mí. Porque no veo cómo podría escapar a la voluntad de Zeus.

PROMETEO. En verdad, todavía Zeus, por altivo que sea de corazón, será humilde, según la boda que se dispone a contraer, que lo arrojará aniquilado de su tiranía y de su trono. Entonces se cumplirá del todo la maldición de su padre Cronos, que pronunció al caer de su antiguo trono. De estos trabajos, ningún dios, salvo yo, podría mostrarle claramente la solución. Yo lo sé y de qué forma. Después de esto, que esté sentado, animoso y confiado en los ruidos con que llena los aires, blandiendo en sus manos un dardo flamígero. Nada de esto le bastará para no caer

ignominiosamente con una caída intolerable: tal es el adversario que se está preparando contra sí mismo, prodigio invencible, que encontrará una llama más poderosa que el rayo y un ruido más ensordecedor que el trueno; y dispersará el azote marino que sacude la tierra, el tridente, lanza de Poseidón. Cuando choque con este mal, aprenderá qué diferencia hay entre mandar y ser esclavo.

CORIFEO. Tú rechazas, según tus deseos, a Zeus. PROMETEO. Digo lo que se cumplirá y además lo que deseo. CORIFEO. ¿Hay que esperar a que alguien mande sobre Zeus?
PROMETEO. Y tendrá que soportar fatigas más pesadas que  las mías.
CORIFEO. ¿Cómo no tienes miedo de lanzar palabras como éstas?
PROMETEO. ¿Y qué puede temer aquel que está decretado que no muera?
CORIFEO. Puede enviarte una prueba más dolorosa que ésta.

PROMETEO. Que lo haga: todo lo espero.

CORIFEO. Sabios son los que se inclinan ante Adrastea.

PROMETEO. Adora, implora, adula al poderoso del momento; a mí me importa Zeus menos que nada. Que haga, que mande como quiera durante este corto período; pues no reinará mucho tiempo sobre los dioses.

Pero veo a ese correo de Zeus, al servidor del nuevo tirano; se- guramente viene a comunicar algo nuevo.
(Llega Hermes conducido por sus sandalias aladas.)
HERMES. A ti, el diestro, sumamente mordaz, que ofendiste a los dioses, pasando a los efímeros sus privilegios, ladrón del fuego, a ti te lo digo: el padre te manda decir qué bodas son  ésas de que tanto alardeas por las cuales él caerá de su trono. Y esta vez explícate sin enigmas y cada cosa por separado. No me obligues, Prometeo, a un doble viaje, porque ya ves que Zeus  no se ablanda con tus procedimientos.

PROMETEO. He aquí un discurso solemne y lleno de arrogancia, como de un criado de los dioses. Sois jóvenes y ejercéis un poder joven, y creéis que habitáis una fortaleza inaccesible a los dolores. Pero ¿no he visto ya a dos soberanos caídos de estas alturas? Y al tercero, al que ahora señorea, lo veré con más ignominia y rapidez. ¿Acaso te parezco tener miedo y agazaparme delante de los dioses  jóvenes?  Mucho, más bien todo, me falta para ello. Y tú regresa de nuevo por el camino que seguiste, pues no sabrás nada de lo que intentas averiguar de mí.
HERMES. Sin embargo, con estas arrogancias de antaño has ve- nido a anclar en estos males.
PROMETEO. No cambiaría, sábelo bien, mi desgracia por tu servil condición. Es mejor, creo, estar esclavizado a esta roca que ser el fiel mensajero del padre Zeus. Es así que a los ultrajes hay que corresponder con ultrajes.

HERMES. Pareces envanecerse de tu actual situación.

PROMETEO. ¿Yo envanecerme? Así viera yo envanecidos a  mis enemigos. Y a ti te cuento entre ellos.
HERMES. ¿También a mí me acusas, de tus desgracias?
PROMETEO. En una palabra, odio a todos los dioses que habiendo recibido beneficios de mí, me tratan inicuamente.
HERMES. Comprendo que deliras de una gran enfermedad maligna.

PROMETEO. Soy enfermizo si enfermedad es odiar a los enemigos.
HERMES. Serías insoportable si estuvieras bien.

PROMETEO. ¡Ay de mí!

HERMES. Zeus no conoce esta palabra.

PROMETEO. El tiempo, al envejecer, todo lo enseña.

HERMES. Tú, sin embargo, todavía no sabes ser sensato.
PROMETEO. Ciertamente, no habría hablado a un criado como tú.
HERMES. Parece que no quieres decir nada de lo que desea el padre.
PROMETEO. Estando en deuda con él, debería devolverle el favor.

HERMES. Te burlas de mí como si fuera un niño.

PROMETEO. ¿No eres un niño y algo más simple todavía, si esperas saber alguna noticia de mí? No hay ultraje ni artificio con cuales me impele Zeus a declarar esto antes de que desate estas cadenas infamantes. Según ello, que lance la llama de- voradora, que con la nieve de blanca ala y con truenos subte- rráneos confunda y agite todo el universo; nada de ello me doblegará hasta revelarle por quién ha de caer de su tiranía.

HERMES. Mira si esta actitud te resulta útil.

PROMETEO. Hace tiempo que todo está visto y decidido.
HERMES. Decídete, insensato, decídete a razonar bien ante estos sufrimientos.
PROMETEO. En vano me importunas, como si exhortaras a una ola. No imagines que un día, asustado por el decreto de Zeus, llegue a ser de alma mujeril y suplique al gran odiado, levantando hacia él mis palmas a guisa de mujer, para que me libere de estas trabas.
HERMES. Me parece que, si hablo, voy a hablar mucho y en vano, pues en nada te conmueves ni ablandas con ruegos; sino que mordiendo el bocado como un potro recién domado, te re- belas y luchas contra las riendas. Sin embargo, tu violencia se funda en un débil razonamiento: pues la obstinación, para el  que razona mal, nada puede por sí misma. Considera, si no te convencen mis palabras, qué tempestad, qué triple ola de desgracias te caerá inexorablemente encima. Primero, ese es- carpado pico, con el trueno y la llama del relámpago, el padre  lo hará pedazos y esconderá tu cuerpo que quedará aprisionado en los brazos encorvados de la piedra. Cuando haya transcurrido una larga duración de tiempo, regresará nueva- mente a la luz; pero entonces el perro alado de Zeus, el águila

sangrienta, desgarrará vorazmente un gran jirón de tu cuerpo, un comensal que, sin ser invitado, vendrá todos los días a regalarse con el negro manjar de tu hígado. No esperes un término de este suplicio hasta que aparezca un dios dispuesto a sucederte en los trabajos y se ofrezca a descender al tenebroso Hades y a las oscuras profundidades del Tártaro. Ante esto, reflexiona; pues no se trata de una jactancia fingida, sino de una palabra muy bien pronunciada. Porque la boca de Zeus no sabe mentir, sino que cumple todo lo que dice. Tú mira bien y  medita y no creas jamás que la insolencia sea mejor que el prudente consejo.
CORIFEO. Para nosotras, Hermes no parece hablar desatinada- mente: porque te invita a dejar la arrogancia y a buscar la sabia discreción. Escucha: para un sabio es vergonzoso persistir en el error.
PROMETEO. Conocía yo el mensaje que ha vociferado; pero que un enemigo sea maltratado por enemigos, no es deshon- roso. Así pues, que lance contra mí el rizo de fuego de doble filo, que el éter sea agitado por el trueno y la furia de vientos salvajes; que su soplo sacuda la tierra y la arranque de sus fundamentos con sus raíces; que la ola del mar con áspero bramido confunda las rutas de los astros celestes; que precipite mi cuerpo al negro Tártaro en los implacables torbellinos de la Necesidad. Sin embargo, él nunca me hará morir.
HERMES. Tales son los pensamientos y las  palabras  posibles de oír de seres sin juicio. ¿Qué falta a su suplicio para ser un de- lirio? ¿Se relaja en sus furores? Pero en todo caso, vosotras que compartís sus sufrimientos, retiraos aceleradamente de estos lu- gares, no sea que el mugido implacable del trueno aturda vuestros sentidos.



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CORIFEO. Háblame de otras maneras y exhórtame en términos que me convenzan, pues de ninguna manera se puede tolerar la palabra que acabas de soltar. ¿Cómo puedes obligarme a practicar villanías? Con Prometeo quiero sufrir lo que sea preciso, pues he aprendido a odiar a los traidores, y no hay peste que aborrezca más que ésta.
HERMES. Bien, pues, no olvidéis lo que ahora os prevengo, y cuando seáis botín de la calamidad no reprochéis a la fortuna y nunca digáis que Zeus os lanzó a un padecimiento impre- visible, sino, en verdad, vosotras a vosotras mismas. Porque sabiéndolo y sin sorpresas ni engaño os encontraréis por  vuestra locura prendidas en la red inextricable de Ate.

(Hermes se retira. El huracán empieza a desencadenarse y la tierra a temblar.)
PROMETEO. Ahora no se trata ya de palabras sino de hechos: la tierra tiembla, al tiempo que en sus zigzagueantes profundi- dades muge el eco del trueno; relámpagos fulguran encendidos; torbellinos agitan tolvaneras; soplos de todos los vientos saltan unos contra otros, anunciando una lucha de hostil aliento; se mezclan confundidos el cielo con el mar. Tal es el ímpetu de Zeus que, intentando asustarme, avanza claramente contra   mí.
¡Oh majestad de mi madre, oh Éter que haces girar la luz  común a todos! ¡Ya veis de qué manera tan injusta!

(Las rocas, con Prometeo y las Océanides, se sumergen estrepi- tosamente entre rayos y truenos.)

FIN

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